jueves, 12 de febrero de 2015

Tartufo. Aquellos maravillosos años

Lo malo, a veces, de echar una mirada en internet es que puedes darte de bruces con tu pasado. Así, sin previo aviso ni anestesia emocional. Es, precisamente, lo que me sucedió hace un tiempo cuando me topé, sin querer, con un grupo de facebook cuyo nombre agitó mi memoria como una turbadora coctelera de añoranza, realidad y unas gotas de melancolía. El agitador nombre era “Amantes de Tartufo”; y no, no se trataba de una comunidad de conquistas despechadas del impostor de Moliére, sino de una pequeña discoteca de aquel Madrid de los 80 que una vez fue nuestra casa.

No sé en qué año nació Tartufo. Finales de los 70, creo. Pero sí recuerdo el año en que yo entré por primera vez: 1980. Tenía 15 años, y fue el comienzo de una gran y prolongada amistad. Llegábamos cada sábado en vespino o en vespa (los más pudientes) y esperábamos como clavos, a las siete de la tarde, hasta que Carlos, el gran Carlos, nos abría las puertas de nuestro Tartufo. Nuestro, sí, porque éramos una gran familia; todos nos conocíamos, todos nos divertíamos, todos nos reencontrábamos cada semana, todos bailábamos la música que nos gustaba... y todos esperábamos las lentas de las nueve para intentar ligar, casi siempre infructuosamente (y con los minutos contados, justo hasta que empezaba el piano de ‘American Pie’, que era el paso de las lentas a las rápidas).
     Allí, regados en sanfranciscos, destornilladores y años después en Ballantine’s con hielo, saltábamos frenéticamente con Tequila, Secretos (‘Déjame’ sonaba varias veces cada tarde), Alaska, Police, Meat Loaf, Loquillo, Bowie e, invariablemente, el ‘Sultans of Swing’ de Dire Straits, con ese punteo inmortal que salía de nuestros vasos, reconvertidos en la fender de Mark Knopfler. Allí vimos en directo, apiñados todos alrededor de la minúscula pista, a Mecano, cuando ya eran medio famosos; y nos partimos de risa con Tip y Coll y su afrancesada y surrealista jarra de agua.

Con el tiempo, los más veteranos teníamos nuestra mesa (la 5, recuerdo) y nuestras botellas, con el nombre y el privilegio de la bandeja y las copas, servidas por Emilio o por José Luis (Hulk), o por Pepe Román en la barra, un santo Job; o colándonos en el mismísimo office, que era el súmmum del reconocimiento y la complicidad. Los más de lo más hasta tenían un azulejo con su nombre detrás de la barra. Luis, el jefe de sala, mantenía el local en orden, Carlos, en la puerta, no nos dejaba entrar con zapatillas y la adorable Esperanza en el guardarropa nos arropaba como a sus propios sobrinos; y nosotros la queríamos mucho más que a nuestras tías. Un personal entrañable, familiar (todos sabían tu nombre), educado y profesional como no ha habido en otro local de Madrid. Tartufo era un sitio pequeño, pero allí nos sentíamos importantes; y lo que es más, nos sentíamos queridos.
     Año tras año, nuestra fidelidad fue pasando de la tarde a la noche. La vespa se transformó en R-5 o Fiat Uno, que te aparcaban más o menos cerca según la veteranía. Los amigos seguían siendo los mismos, y las novias solían durar más tiempo; la música sonaba igual de bien (lentas incluidas) y despedíamos cada velada coreando el ‘New York, New York’ del amigo Sinatra. Carlos Moro, relaciones públicas de aquellos años dorados, organizaba magníficas fiestas y saraos de todo tipo (en alguno, como el de la hípica, le ayudé yo); y, probablemente, era el único local en el que se podía vivir Fin de Año sin morir en el intento.

Hubo otros sitios míticos en aquellos tiempos: Taste, El Callejón, Honky, Pachá, Joy, el Penta, ¡el Sol!... Pero Tartufo era mágico, especial, único, íntimo. Muy nuestro. Allí vivimos muchos años de diversión, buen rollo, risas, novietas, rupturas, celebraciones, piques en la pista y exaltación de la amistad. La última noche (murió recién entrados los 90), recuerdo, algunos lloraron; otros bebimos a la salud de aquellos días inolvidables, preguntándonos, eso sí, adónde iríamos al día siguiente.

Hoy, gracias en parte a facebook, todos esos momentos no se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, sino que permanecerán en nuestra memoria como guiños de un tiempo pasado que, sí, fue mejor.