jueves, 31 de mayo de 2012

Fin de curso. Entre la excelencia y la bondad.


La educación, como todo, es una cuestión de prioridades: ¿queremos que nuestros hijos sean los más estudiosos, los más listos, los más deportistas, los más bilingües, los más triunfadores…? ¿O preferimos que, ante todo, sean buenas personas? De esta (fácil) elección dependerá su futuro. Y el nuestro.




Escena 1: Fiesta Deportiva del colegio. Los niños de 3º de Infantil se preparan para correr un pequeño cross, rodeados de orgullosos padres que corren (más que los propios niños) de un lado a otro del “circuito” para sacar la mejor foto o grabar la mejor escena de vídeo, mientras lanzan vítores a sus héroes menudos. Se da la salida y todos salen en mini estampida, en busca de las medallas, corriendo con el esfuerzo y con la ilusión de los campeones. Con el mismo esfuerzo y la misma ilusión que Luis, aunque vaya el último. Será porque Luis tiene el síndrome de Down, y nunca podrá aspirar a una medalla. De repente, dos niñas de Primaria saltan la cinta que separa al público de los corredores, cogen a Luis cada una de una mano, y lo llevan casi en volandas hasta la meta. La cara de Luis es todo un poema, mezcla de risa, sorpresa, exaltación y emoción sin límites. Como la de sus padres. Como la de todos los padres que vemos la escena, algunos tan emocionados que tratan (tratamos) de ocultar una lagrimita tras la cámara de vídeo.

Escena 2: Función de Fin de Curso. Los niños de 1º de Infantil, disfrazados de enanitos de Blancanieves embelesan a padres (cámara en ristre) y profesores con su interpretación magistral. Gran actuación. Aplausos y babeo generalizado. Empieza el segundo baile. A ritmo de Summertime Blues, parejas de pequeños vaqueros marcan los pasos del baile country con más o menos estudiada precisión. También Susana, en su silla de ruedas automática, gira hacia un lado y otro siguiendo el ritmo, perfectamente acompasada con su pareja. A un padre se le va el zoom de la cámara de vídeo directamente a la escena, y piensa: “Ésta sí que es una magnífica actuación.”

Escena 3: Último partido de la Liga de Minibasket Interescolar. El equipo de 4º de Primaria se juega el primer puesto contra un potente rival; ahora van segundos, y si ganan este partido ganan el Campeonato frente a otros nueve colegios. Después de una hora de magnífico juego en la cancha, guiados por la sabia disciplina de David (el único entrenador del torneo que no vocifera),  y emoción sufriente en la grada, el equipo gana por más de 20 puntos. La alegría es incontenible. Todos han jugado fantásticamente, Jaime, Pepe, Guzmán, Nacho, Íñigo, Borja… y Miriam, claro. Miriam tiene Síndrome de Down y le encanta el baloncesto. Ha jugado todos los partidos del campeonato (para eso se ha apuntado al equipo, para jugar) y, aunque no ha metido ninguna canasta, ha sido esencial para que su equipo gane. Y no sólo al baloncesto. Obvia decir que el resto de equipos -como sus respectivos colegios- no contaban entre sus seleccionados a ningún jugador con síndrome de Down. Es de suponer que por competitividad.

Escenas como estas se repiten cada fin de curso, y a lo largo de todo el año, en el colegio de mis hijos. Y, la verdad, es un consuelo. Vivimos tiempos difíciles para la educación -en su sentido más amplio- de nuestros hijos. No porque sean especialmente complicados (los tiempos y los hijos), sino porque los hemos hecho así. La publicidad te dice “Lo mejor o nada”, o “Nacido para ganar”; la televisión te enseña a triunfar a cualquier precio (moral y económico); los padres quieren ser vistos en coches grandes y caros, prosperar en sus trabajos como sea, ascender a pesar de quien sea, ser más que los demás, ganar más que los demás; y que, sobre todo, se note. Y claro, los valores que hoy les enseñamos a nuestros hijos (y que ellos ven en nosotros, su espejo) pasan por ser el número uno en todo, estudiar mucho hoy para ganar mucho dinero mañana, aspirar a ser el mejor deportista del colegio, ganar medallas y premios de estudio, ser cien por cien competitivo, adelantar a los demás, aunque sea pasando por encima; buscar la excelencia a toda costa… en definitiva, ser el mejor. Porque si no, no hay futuro.

Afortunadamente todavía hay quien piensa que es preferible enseñarles a “ser mejor” y no tanto a “ser el mejor”. Ayudar al que se queda atrás, apreciar por encima de las diferencias, celebrar el esfuerzo más que el logro, integrar al que es especial ("no somos discapacitados, simplemente tenemos capacidades distintas"). Y por supuesto, estudiar, y sacar buenas notas, y saber idiomas, sí, y labrarse un futuro de éxito (aqunque habría que definir primero el concepto ‘éxito’). Pero estamos en unas edades en las que hay que priorizar: crear grandes personajes o hacer buenas personas; ir siempre por delante, o pararse a animar al que se queda atrás; perseguir la excelencia académica o buscar la excelencia educativa.

Lo dijo Beethoven: “El único símbolo de superioridad que conozco es la bondad”. Hay colegios que lo tienen muy claro. Colegios como el Sagrado Corazón de Chamartín y otros cuantos más (no muchos) en los que hay alumnos de integración en cada clase (Down, autismo, parálisis física, deformaciones, retraso), que comparten aula, juegos, deportes y cumpleaños con sus compañeros, y que son tratados por éstos con respeto, cariño y comprensión; y también con normalidad. Que les ayudan, les apoyan y les hacen sentirse queridos (“No os podéis imaginar cómo agradezco a toda la clase lo bien que se han portado con Íñigo” dijo emocionada la madre de Íñigo, autista, a los padres de Pablo tras dos años de compartir clase). Colegios que, además de formar excelentes estudiantes, forman excelentes personas. Algo que, seguro, se notará el día de mañana. Dios sabe cuánto lo estamos necesitando.



viernes, 25 de mayo de 2012

¡El circo ha terminado!

Son malos tiempos, es cierto. Pero no son los peores. Otros vivieron tiempos más difíciles, más duros, más terribles (guerra, hambre, miseria, destrucción). Pero tenían otra mentalidad, una visión diferente de lo que es la vida, o lo que debiera ser. Y trabajaron duro para construirla. Nosotros, en cambio, nos limitamos a quejarnos. Clamamos al cielo por estos malos tiempos que nos ha tocado vivir y no somos conscientes de que hemos sido nosotros quienes los hemos hecho malos. O peores. Rechinamos los dientes por la herencia recibida y somos incapaces de reconocer que somos los únicos culpables de haberla dilapidado. Estúpidamente. Inconscientemente. Como auténticos nuevos ricos, malcriados y descerebrados.

“¿Quiénes son los pobres? Los nietos de los ricos” nos restriega un viejo aforismo castellano. No siempre es cierto, porque nuestros padres no fueron ricos pero nuestros hijos sí son cada vez más pobres. No fueron ricos, nuestros padres, aunque sí prósperos. Salieron de la miseria tras una guerra autodestructiva y levantaron un país con sus manos, con su sangre, con su esfuerzo; con una mentalidad de honradez y austeridad, de trabajo y ahorro, de comprar cuando hay y no gastar cuando no hay. Simplemente. De cuidar que sus hijos vivieran mejor de lo que vivieron ellos, de darles lo que ellos nunca tuvieron. Cosas tan simples como ir a la universidad, tener vacaciones o comprarse un coche antes de los treinta.

Lo expresa magníficamente Fernando Sánchez Salinero en un artículo que llegó hace poco a mi email y me obligó a reflexionar. La generación que construyó España es su título y dice verdades como ésta:

«Son gente que veían el trabajo como una oportunidad de progresar, como algo que  les abría a un futuro mejor, y se entregaron a ello en condiciones muy difíciles.  Son  una  generación  que compraba las cosas cuando podía y del nivel  que  se  podía  permitir, que no pedía prestado más que por estricta necesidad, que  pagaban sus facturas con celo, y ahorraban un poco “por si pasaba  algo”, que gastaban en ropa y lujos lo que la prudencia les dictaba y  se  bañaban  en  ríos  cercanos,  disfrutando  de  tortillas de patata y embutidos, en domingos veraniegos de familia y amigos. Y  tan  sensatos,  prudentes  y trabajadores fueron, que constituyeron casi todas las empresas que hoy conocemos, y que dan trabajo a la mayoría de los españoles. Sabían  que  el  esfuerzo  tenía recompensa y la honradez formaba parte del patrimonio  de  cada  familia.  Se podía ser pobre, pero nunca dejar de ser honrado.»

Lo mismito que hoy, vamos.

Hemos sido -seguimos siendo- un país de nuevos ricos (a nivel particular e institucional) que hace tiempo hemos perdido el sentido común y arruinado, literalmente, la herencia de nuestros padres. Los míos, por suerte, me enseñaron austeridad; que el lujo era, en efecto, un lujo y que se disfruta mejor en pequeñas dosis; que había que sacar buenas notas para recibir premio y que, en la vida, el esfuerzo es el único camino para ganarse la recompensa, aunque esta no sea siempre justa; que hay que trabajar duro, pero también estar en casa y dar a nuestros hijos algo (o mucho) de ese tiempo que no tenemos; que somos unos privilegiados, y hay que devolver el favor de lo que nos han regalado ayudando a los que no tuvieron tanta suerte (que cada vez son más); que lo importante no es el coche, sino quien lo conduce, y que vestir bien no significa vestir de etiqueta (o sea, enseñando bien la etiqueta); que siempre quedan agujeros para apretarse el cinturón un poquito más, y no pasa nada si este mes no se sale a cenar; que no es cutre llevarse las palomitas al cine desde casa si eso significa poder ir al cine; que la dignidad de cada uno está en darse a los demás (a los tuyos y a los otros); que el éxito es un concepto muy relativo -y a menudo sobrevalorado- y que un pequeño logro es siempre una gran alegría; que la modestia es un valor, lo mismo que la generosidad, lo mismo que la honestidad, lo mismo que la bondad.

Me enseñaron que la verdadera riqueza está dentro de nosotros, no en nuestros bolsillos. Y que esta vida no es un fin, sino un medio. Que estamos aquí de paso y que lo mejor que podemos hacer es el bien. Que no somos más que el de al lado; y tampoco menos. Que el apellido vale lo que vale la persona. Que engañar es malo, que robar también, que la ambición es legítima pero ha de tener límites, y que ser honrado no es ser tonto, es ser honrado.

Y aunque a veces uno se pregunte si realmente merece la pena tanto esfuerzo para tan poco, si podía haber hecho más para ganar más viviendo menos, si estar dando a otros es estar quitando a mis hijos, o si es mejor seguir una vocación poco productiva que una profesión más generosa pero infinitamente más ingrata… entonces, miro hacia atrás y recuerdo lo que me enseñaron. Y pienso que sí, que estoy en el buen camino. Que en esta vida lo único importante, lo verdaderamente importante, es ser buena persona. Y hacer lo que se debe en cada momento. Punto.

Pienso que a todos nos enseñaron más o menos los mismos valores. El problema es que la mayoría de nuestra generación los ha olvidado y sustituido por conceptos como ‘ambición’, ‘codicia’, ‘dinero’, ‘éxito’, ‘imagen’. La consecuencia es que hemos quemado el futuro. El nuestro, seguro; el de nuestros hijos, depende de lo que les enseñemos a partir de ahora. Si es que hemos aprendido la lección. Hoy, más que nunca, resuena ese grito rabioso y culpable del carroñero Chuck Tatum (Kirk Douglas) desde lo alto de la colina en El Gran Carnaval (la obra genial de Billy Wilder): «¡El circo ha terminado!»




miércoles, 16 de mayo de 2012

Antonio Vega. Réquiem por un poeta que amó la vida más que a sí mismo.



Despierta ya, mira qué luz.
Tanto soñar con esa flor
Mezcla de sol y temporal,
El doble filo de un amor real.
Fuiste uno y uno y luego dos
Y al final llegaste a tu sueño sin adiós.

No creíste en más infierno que su ausencia.
Ni en castigo menos grave que una celda de amor.
Y buscaste solamente la sentencia
A cadena perpetua de su abrazo
¡Ay! al final de tu sueño sin adiós.
Nada envidia el Norte al Sur
En tu desordenada habitación.

Y el frío deja entrar al calor
Y lo oscuro deja paso al color
Y tu silencio nunca podrá ser total.
De tanto soñar tu mundo teatral
Nunca llegaste a ordenar tu habitación.

Despierta ya, mira qué luz
Allá donde te llevó la imaginación
Donde con los ojos cerrados
Se divisan infinitos campos,
En el sitio de tu recreo.
Allá donde se creó la primera luz
Donde sus manos acarician tu pelo
Y el silencio y la brisa alientan tu cordura
Allá, entre la nieve y el fuego,
Entre historias de mentira y no verdad
Esperas a que el anochecer
Se funda con la tarde y el amanecer.
Y recuerdas, entre espigas de sol y deseo,
El sitio de tu recreo,
Esperando la llegada de la suerte
Que te lleve, como un trozo de quemado papel,
Al sitio de tu recreo.

Ya nadie cerrará tu puerta
Si quieres entrar y salir.
Calle arriba caminarás tranquilo
Al encuentro de un soñado estío
O de un otoño que te enseñará quién eres,
Que te invitará a pensar,
Rodeado de equipajes,
Dibujando colores en la luz vital.
Descubriendo en cada puente, en cada cruce
Que con hoy es suficiente,
Ymañana es demasiado.
Sabiendo cuánto se parecen sueño y realidad
Sin tenerle miedo al tiempo que se va.

Despierta ya, mira qué luz.
Es el momento de saber si hay alguien más.
De olvidarte de ese silencioso ardor
Y decirte la verdad mirándote al hablar.
Más cerca cada vez de ti están el cielo y el mar.
Acabas de abrir las puertas de un mundo descomunal,
donde nadie oye tu voz
Donde sólo sientes tu fragilidad.
Pero pasa sin miedo,
Allí donde vas no hay monstruos de papel
Ni oscuros callejones
Ni temor, ni alcohol de quemar
Sólo azul, líneas en el mar,
Anchas calles y caminos infinitos.
Una avenida sin final
Donde no se acaban las calles,
Donde las calles no acaban de pasar.
Así que sonríe y déjate llevar.
No vuelvas nunca hacia atrás
Pon tus manos a volar
Y déjate, déjate llevar.

Despierta ya, mira qué luz.
Siente cómo ruge el mar
Cómo la tierra se abre
Cómo el abismo te sonríe y te invita a entrar.
Una décima de segundo más vuela
Mil millones de instantes de que hablar
Incógnitas que aún faltan por despejar.
Ahora podrás leer el libro que dice Cómo,
Y el otro que se titula Si, y el tercero llamado Nada
Y podrás componer sin guitarra ni papel
Iluminando hoy las letras de ayer
Pues no hay nada mejor que imaginar
Cruzando el camino del saber
Buscando el camino infinito
Que va desde el nueve al diez.

Despierta ya, mira qué luz.
La luz de la mañana que entra en la habitación.
Despierta ya, mira qué luz
Ilumina las calles mojadas y hace llorar mi corazón.
Otra vez.
No te irás mañana. Aún es pronto para envejecer.
No sin antes volver al Penta otras 3000 noches
Con tu chica de ayer,
Con tu mujer de cartas bocarriba,
Siempre dispuesta a entregar antes que sus armas, su vida.
Que el mismo sueño os lleve a los dos,
Que nos lleve a todos,
En esa hora en que las noches y los días
Se prestan uno a otro
Oscuridad y luz, verdad y mentiras.
Yo, desde mi lugar perdido
Te espero, porque volverás.
Tal vez me dé la vuelta un día
Y estés tú detrás
Porque nunca te has ido.