La educación, como
todo, es una cuestión de prioridades: ¿queremos que nuestros hijos sean los más
estudiosos, los más listos, los más deportistas, los más bilingües, los más
triunfadores…? ¿O preferimos que, ante todo, sean buenas personas? De esta (fácil)
elección dependerá su futuro. Y el nuestro.
Escena 1: Fiesta Deportiva del colegio. Los niños de 3º de Infantil
se preparan para correr un pequeño cross,
rodeados de orgullosos padres que corren (más que los propios niños) de un
lado a otro del “circuito” para sacar la mejor foto o grabar la mejor escena de
vídeo, mientras lanzan vítores a sus héroes menudos. Se da la salida y todos
salen en mini estampida, en busca de las medallas, corriendo con el esfuerzo y
con la ilusión de los campeones. Con el mismo esfuerzo y la misma ilusión que
Luis, aunque vaya el último. Será porque Luis tiene el síndrome de Down, y
nunca podrá aspirar a una medalla. De repente, dos niñas de Primaria saltan la
cinta que separa al público de los corredores, cogen a Luis cada una de una
mano, y lo llevan casi en volandas hasta la meta. La cara de Luis es todo un poema, mezcla de
risa, sorpresa, exaltación y emoción sin límites. Como la de sus padres. Como la
de todos los padres que vemos la escena, algunos tan emocionados que tratan
(tratamos) de ocultar una lagrimita tras la cámara de vídeo.
Escena 2: Función de Fin de Curso. Los niños de 1º de Infantil,
disfrazados de enanitos de Blancanieves embelesan a padres (cámara en ristre) y
profesores con su interpretación magistral. Gran actuación. Aplausos y babeo
generalizado. Empieza el segundo baile. A ritmo de Summertime Blues, parejas de pequeños vaqueros marcan los pasos del
baile country con más o menos
estudiada precisión. También Susana, en su silla de ruedas automática, gira
hacia un lado y otro siguiendo el ritmo, perfectamente acompasada con su
pareja. A un padre se le va el zoom de la cámara de vídeo directamente a la
escena, y piensa: “Ésta sí que es una magnífica actuación.”
Escena 3: Último partido de la Liga de Minibasket Interescolar. El
equipo de 4º de Primaria se juega el primer puesto contra un potente rival;
ahora van segundos, y si ganan este partido ganan el Campeonato frente a otros
nueve colegios. Después de una hora de magnífico juego en la cancha, guiados
por la sabia disciplina de David (el único entrenador del torneo que no vocifera), y
emoción sufriente en la grada, el equipo gana por más
de 20 puntos. La alegría es incontenible. Todos han jugado fantásticamente,
Jaime, Pepe, Guzmán, Nacho, Íñigo, Borja… y Miriam, claro. Miriam tiene
Síndrome de Down y le encanta el baloncesto. Ha jugado todos los partidos del
campeonato (para eso se ha apuntado al equipo, para jugar) y, aunque no ha
metido ninguna canasta, ha sido esencial para que su equipo gane. Y no sólo al
baloncesto. Obvia decir que el resto de equipos -como sus respectivos colegios- no contaban entre sus seleccionados a ningún jugador con síndrome de Down. Es de suponer que por competitividad.
Escenas como estas se repiten cada fin de curso, y a lo largo de
todo el año, en el colegio de mis hijos. Y, la verdad, es un consuelo. Vivimos
tiempos difíciles para la educación -en su sentido más amplio- de nuestros hijos. No porque sean
especialmente complicados (los tiempos y los hijos), sino porque los hemos
hecho así. La publicidad te dice “Lo mejor o nada”, o “Nacido para ganar”; la
televisión te enseña a triunfar a cualquier precio (moral y económico); los
padres quieren ser vistos en coches grandes y caros, prosperar en sus trabajos como sea, ascender a
pesar de quien sea, ser más que los demás, ganar más que los demás; y que, sobre todo, se note. Y claro, los valores
que hoy les enseñamos a nuestros hijos (y que ellos ven en nosotros, su espejo)
pasan por ser el número uno en todo, estudiar mucho hoy para ganar mucho dinero mañana,
aspirar a ser el mejor deportista del colegio, ganar medallas y premios de
estudio, ser cien por cien competitivo, adelantar a los demás, aunque sea pasando por
encima; buscar la excelencia a toda costa… en definitiva, ser el mejor. Porque si no, no hay futuro.
Afortunadamente todavía hay quien piensa que es preferible enseñarles
a “ser mejor” y no tanto a “ser el
mejor”. Ayudar al que se queda atrás, apreciar por encima de las diferencias, celebrar
el esfuerzo más que el logro, integrar al que es especial ("no somos discapacitados, simplemente tenemos capacidades distintas"). Y por supuesto,
estudiar, y sacar buenas notas, y saber idiomas, sí, y labrarse un futuro de éxito
(aqunque habría que definir primero el concepto ‘éxito’). Pero estamos en unas edades en las que
hay que priorizar: crear grandes personajes o hacer buenas personas; ir siempre
por delante, o pararse a animar al que se queda atrás; perseguir la excelencia
académica o buscar la excelencia educativa.
Lo dijo
Beethoven: “El único símbolo de superioridad que conozco es la bondad”. Hay
colegios que lo tienen muy claro. Colegios como el Sagrado Corazón de
Chamartín y otros cuantos más (no muchos) en los que hay alumnos de integración en cada clase (Down, autismo,
parálisis física, deformaciones, retraso), que comparten aula, juegos, deportes y
cumpleaños con sus compañeros, y que son tratados por éstos con respeto, cariño
y comprensión; y también con normalidad. Que les ayudan, les apoyan y les hacen
sentirse queridos (“No os podéis imaginar cómo agradezco a toda la clase lo
bien que se han portado con Íñigo” dijo emocionada la madre de Íñigo, autista,
a los padres de Pablo tras dos años de compartir clase). Colegios que, además
de formar excelentes estudiantes, forman excelentes personas. Algo que, seguro,
se notará el día de mañana. Dios sabe cuánto lo estamos necesitando.