jueves, 22 de marzo de 2012

Érase una vez... un cuento perverso


Hubo un tiempo, hace muchos muchos años, cuando aún no existían las películas de Walt Disney, antes incluso de Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm y Charles Perrault, en que los cuentos de hadas maravillosas, duendes mágicos y príncipes azules eran tan perversos, violentos y oscuros como el mundo en que acontecieron. En aquella Europa tenebrosa del medievo, los niños vivían, hablaban y trabajaban como adultos, delinquían como adultos, se embriagaban como adultos... y escuchaban los relatos de los adultos. En aquellos tiempos lejanos, los niños convivían con la violencia, la crueldad y la perversión como hoy lo hacen con los videojuegos; solo que en esos tiempos, el juego era la vida.

Por eso, los mitos que han llegado a nuestros días como “cuentos infantiles” versaban entonces de todo tipo de bajos instintos y desmedidas crueldades. Así fueron concebidos y transmitidos en su origen oral, y lo que ha llegado a nosotros no es sino la versión suavizada, tamizada, “civilizada” por recolectores –reescritores- como Perrault, los Grimm, Andersen o Disney. Ellos fueron los inventores de los finales felices, del triunfo del bien y la verdad, de la esperanza. Pero no siempre fue así.
Por empezar con otra película que se acaba de estrenar, la dulce Blancanieves no se libra de los detalles escabrosos. En la primera versión de los hermanos Grimm, la reina vanidosa y despiadada no era la madrastra, sino la propia madre de Blancanieves, hecho que escandalizó a la sociedad de la época. Pero aún más cruel es el final de un relato anterior, en el que la pérfida madrastra es obligada a calzarse unos zapatos de hierro al rojo vivo y bailar hasta caer muerta, presa de un espantoso frenesí. Y además en la boda de su odiada hijastra.
     Caperucita Roja, en su versión ancestral (y perversa) el licántropo no solo se come a la abuela, también devora violentamente a la niña y, además, antes de descuartizarla la engaña para que beba la sangre de su propia abuela (“-Abuelita, este vino está muy rojo. -Calla y bébelo, es la sangre de tu abuela.”). Ya en versiones posteriores se suavizó el final, salvando a Caperucita del lobo con fórmulas de lo más peregrinas: una avispa oportuna, las necesidades fisiológicas de la niña, un cazador que pasaba por ahí...
     La Bella Durmiente, esa romántica historia con valeroso príncipe y casto beso de amor, en realidad no era nada romántica, el príncipe era un pervertido y el casto beso, una violación. Según la primitiva versión escocesa, es un rey quien descubre el cuerpo inerte de la bella Talía en su palacio, la viola y se marcha; transcurridos nueve meses Talía, aún dormida, da a luz dos gemelos, que son cuidados por las hadas. El monarca, arrepentido, regresa al palacio y la encuentra despierta, confiesa su paternidad y decide llevarse a los tres a su castillo... idea que no hace precisamente feliz a la reina, quien intenta guisar a los gemelos y quemar viva a la usurpadora. Finalmente, el rey lo impide y, después de deshacerse de su celosa cónyuge, se casa con la bella princesa.

El caso de La Cenicienta es aún más violento, si cabe. En la arcaica versión italiana, Zezolla mata a su primera madrastra brutalmente, rompiéndole el cuello; su padre se casa entonces con el ama de llaves, que es tan cruel como la anterior y además aporta dos hermanastras igualmente siniestras. Al final, Zezolla logra asistir al baile en palacio, enamorar al príncipe y perder el zapato (de raso, no de cristal); y las hermanastras consiguen encajar el delicado escarpín en sus grotescos pies... cortándose el dedo gordo una y rebanándose el talón la otra. Oportunamente, dos palomas muestran los restos de sangre al príncipe, destapando la dolorosa trampa. El día de la boda, las hermanastras aún recibirán mayor castigo: las palomas les arrancan los ojos como escarmiento.

Otros finales no felices que quedaron perdidos en el tiempo son, por ejemplo, el de Pinocho, que en la primera versión de Carlo Collodi el muñeco muere ahorcado (“dando una gran sacudida, se quedó tieso”) en castigo por su mal comportamiento. O la delicada Ricitos de Oro, que en el relato de 1831 era una vieja iracunda y hambrienta, que al final es torturada por los osos y empalada en la aguja del campanario. O Piel de Asno, donde la heroína escapa de un padre que intenta abusar de ella.

Moraleja: que cada tiempo tiene sus cuentos. Y sus bondades y sus maldades. Y sus finales felices. Y, en fin, sus perdices o sus lombrices.











viernes, 9 de marzo de 2012

El lugar más seguro

Sucedió en el tren, camino de Santander, una sofocante tarde de julio. El viaje, largo, se hacía relativamente soportable gracias al aire acondicionado, a la soledad de mi asiento y al ipod (la película que habían programado era bastante mala). Estaba escuchando una selección de la banda sonora de House, esa magnífica serie sobre la vida y la muerte, en la que cada canción tiene un significado preciso e intenso. Y cada canción me trasladaba a un momento de la serie, y también a algún momento de mi vida en el que había escuchado esa canción (eso es precisamente lo que hace la música: recordarte tu vida). Y entonces sonó la voz dolorosa, triste, de Damien Rice cantando (llorando) “Grey Room”, implorando un poco de calor a su desolada y gris soledad, y recordé ese capítulo en el que una joven, Eve, embarazada tras una violación, se niega a abortar, a pesar de la insistente recomendación del doctor House. Para ella es, simplemente, un asesinato, y además de su hijo. Para House no es más que una solución cómoda, puro pragmatismo social. Al final, por desgracia, House gana. Y el perdedor muere.

La guitarra lastimera de Damien Rice se iba perdiendo en mi cabeza, mientras la historia de Eve y House me recordaba otra historia que escuché en otro tren, no importa hacia dónde. Fue de esas conversaciones que empiezas escuchando sin querer y acabas enganchado como a una buena película. Sólo que esta historia era muy real.

Eran cuatro jóvenes, dos chicos y dos chicas. Según sus comentarios debían pertenecer a una productora de televisión y se encaminaban a rodar un reportaje. La que parecía ser la jefa era una joven guapa y menuda; no debía de llegar a los 27 y se notaba nerviosa por la responsabilidad, probablemente recién estrenada. No recuerdo en qué momento ni por qué la conversación de trabajo cambió de tema y de tono y comenzaron las confidencias (debió de ser cuando los dos chicos se fueron a investigar el vagón restaurante). La jefa, con voz entrecortada, susurró: “He decidido no hacerlo”. Su compañera, que además era su amiga, le preguntó, sorprendida “¿Vas a seguir entonces? ¿Pero no lo tenías tan claro?”. “Sí, eso creía yo. Pero estaba equivocada. Ahora es cuando lo tengo claro”. “Pero… ¿qué pasó? ¿No fuiste ayer al ginecólogo para confirmar la fecha de la intervención?”.
     Ella entonces, casi en un susurro, contó a su amiga cómo, efectivamente, había acudido la mañana anterior a su ginecólogo. Estaba embarazada de 10 semanas y había decidido abortar (“interrumpir voluntariamente mi embarazo”, se auto convencía). El médico la había intentado persuadir en una consulta anterior, explicándole otras opciones para no acabar con la vida de su hijo (era niño); pero ella se enfadó y se escudó en su trabajo y en la relación fallida con su pareja y en los planes de futuro y en su derecho a elegir y a decidir sobre su cuerpo y… y le habló hasta de las guerras y de África y de lo injusta que es la vida. Y acabó llorando. Ni siquiera sabía por qué, ya que lo tenía tan claro; y ese médico no tenía derecho a reprocharle una decisión que había tomado con plena conciencia. ¡Faltaría más!

     Pero en esa segunda ocasión el ginecólogo no abrió la boca. “Bien, pensó ella, calladito está mejor”. Se tumbó sobre la camilla, de espaldas al monitor del ecógrafo, y la enfermera le desabrochó la blusa, dejando asomar una tripa incipiente. Le extendió el gel y el médico colocó el transductor por debajo del ombligo, moviéndolo con suavidad mientras observaba fijamente la pantalla del monitor. En ese momento, la joven comenzó a percibir un sonido que no había escuchado la primera vez. Era como una pulsación regular, rápida, que cada segundo se hacía más intensa. “¿Qué es ese sonido?” preguntó ella. “Es el corazón de tu hijo”, respondió el médico, mirándola a los ojos con inesperada ternura. “¿Quieres verlo?”. Ella apenas si pudo asentir con la cabeza, probablemente sin querer hacerlo, y él giró el monitor y señaló el corazón latiente del feto. Ella comenzó a llorar, levemente al principio, y luego afloró de golpe todo el llanto que llevaba dentro, que era mucho y muy profundo.
     Tras unos minutos de intenso desahogo, el ginecólogo le entregó una ‘foto’ de su hijo y se despidió “hasta la próxima consulta”. Ella susurró un “gracias” y salió de la consulta abrazada a la imagen de la ecografía. Esa noche apenas durmió. A la mañana siguiente, se despertó con la foto sobre su tripa, la miró y volvió a llorar, sólo que esta vez el motivo del llanto era muy distinto: “Hijo… mi niño… ¡qué guapo eres!
     “Mira, éste es mi bebé” le dijo a su amiga, mostrándole la ecografía “Esto es lo que tengo dentro de mí. A que es precioso”. “Sí lo es”, dijo su amiga y añadió: “Yo te ayudaré a cuidarlo”. “Gracias. Creo que lo necesitaré”.

Ya estaba llegando a Santander. Se notaba el verde vivo y fresco de los prados cántabros en contraste con el seco amarillo que había decorado todo el viaje. Una historia bonita, pensé, que se repetiría muchas más veces si, simplemente, las mujeres y las adolescentes que quieren abortar escucharan el latido vivo del ser que llevan dentro. Mientras, en mi iPod sonaba One Safe Place de Marc Cohn: “Life is trial by fire, And love’s the sweetest taste / And I pray it lifts us higher / To one safe place” (la vida es una prueba de fuego, y el amor es el sabor más dulce; y rezo para que nos eleve más arriba, hacia un lugar seguro).

Y pensé que el lugar más seguro del mundo debería ser el vientre de una madre.