viernes, 28 de octubre de 2016

El exorcista. Más allá del terror.


Hace cincuenta años llegó a las librerías de todo el mundo la novela que marcó un antes y un después en la literatura de terror contemporánea. Dos años más tarde se estrenó en Nueva York la película que marcó un antes y un después en el cine de terror moderno. Su título, El Exorcista. Lo curioso es que su autor, William Peter Blatty, siempre la consideró una “novela de fe” vestida de thriller policiaco. Pero ambas, novela y película, fueron mucho más.




El Exorcista comienza con tres sugerentes citas, que son una verdadera declaración de intenciones de lo que Blatty quiso transmitir con su novela: la primera es un pasaje del Nuevo Testamento (Lucas VIII, 27-30) que nos describe un encuentro de Jesús con un hombre poseído («¿Cuál es tu nombre? Contestó él: Legión»); la segunda es un fragmento de una conversación telefónica de la Cosa Nostra, captada por el FBI, en la que dos asesinos comentan entre risas cómo colgaron a William Jackson de un gancho de carnicero; la tercera, una exposición del psiquiatra Dr. Tom Dooley acerca de las atrocidades cometidas en Laos por los comunistas contra sacerdotes, maestros y niños («¿Cómo se tratan los casos como estos?», se pregunta). Las tres citas hablan del Mal, en estado más o menos puro; y la novela nos habla de ese Mal, y de su enfrentamiento con el Bien, desde el punto de vista espiritual (primera cita), policiaco (segunda) y psiquiátrico (tercera), tomando como inspiración un hecho real de posesión ocurrido en 1949 en Mount Rainier, Washington.

Pero lo que en realidad pretende contarnos W. P. Blatty no es una novela de terror, sino, según sus propias palabras, «una parábola del cristianismo, de la eterna lucha entre el bien y el mal; una historia de amor y sacrificio por salvar un alma (…) Una novela de fe en el ropaje popular de una historia de detectives, lleno de suspense; en otras palabras, un sermón en el que nadie se durmiese». E insiste: «Es una novela de fe; no quería dar miedo».
            A pesar de su intención espiritual, no cabe duda de que El Exorcista sí da miedo  —un miedo especialmente aterrador, por lo real de su causa— y que probablemente nadie se haya dormido leyendo el misterioso caso de esta candorosa niña poseída por el Mal absoluto, magníficamente envuelto en una apasionante trama policíaca y aderezado con el drama personal y espiritual de un sacerdote con una fe titubeante. Ingredientes que convirtieron la novela en un best seller mundial desde que viera la luz en el otoño de 1971 (57 semanas seguidas en la lista del New York Times, 17 de ellas como número uno), y que ha aterrorizado a millones de lectores a lo largo de más de 40 años. Curiosamente, hasta El Exorcista, Blatty sólo había escrito novelas y guiones en tono más humorístico que terrorífico; de hecho, comenzó a escribirla tras ganar un premio de 10.000 dólares en un show televisivo de su amigo Groucho Marx, y después de haber colaborado en varias comedias de su también amigo Blake Edwards. Algo que ya nunca volvería a hacer, a su pesar, como confesó más tarde: «La triste realidad es que ya nadie me quiere para escribir comedia. El Exorcista no sólo acabó con esa carrera, también fulminó cualquier recuerdo de su existencia.»

Pero si la novela se convirtió en un mito del terror y precursora de la literatura de exorcismos, la película que se estrenó dos años después no hizo sino acrecentar su leyenda. Y con la plena complicidad de William Peter Blatty, que escribió un oscarizado guión más centrado en lo aterrador que en lo policiaco. El hecho es que, cuatro décadas después de su estreno, El Exorcista sigue siendo considerada la imbatible número uno en el ranking de películas de terror de todos los tiempos, y un verdadero fenómeno sociológico. Las razones que la han convertido en un mito, aparte la magnífica novela de la que nace, son algunas convenientes casualidades y no pocas genialidades cinematográficas. Por ejemplo, siempre se pensó que el rodaje estaba envuelto en una suerte de maldición: se incendió uno de los sets de producción en las primeras semanas, se velaron rollos sin razón aparente, tuvieron lugar una serie de accidentes laborales inexplicables y nueve personas relacionadas con la película fallecieron poco después de su estreno, incluyendo el actor Jack MacGrowan (quien también muere misteriosamente en la ficción). Por si acaso, el director William Friedkin llamó a un sacerdote para bendecir a todo el equipo; y la gran actriz Mercedes McCambridge, que dobló la voz del diablo, acudía a confesarse cada día después del rodaje.

Para lograr el máximo realismo, la habitación de Regan se refrigeró hasta alcanzar una temperatura de 40 grados bajo cero; la actriz Linda Blair, vestida únicamente con un camisón, no podía dejar de moverse ni un minuto para no quedarse congelada. Con el objeto de mantener a sus actores en permanente estado de nerviosismo, William Friedkin les lanzaba petardos sin aviso, los mantenía agotados e incluso llegó a abofetear al sacerdote (no actor) que interpreta al padre Dyer en la escena de la extremaunción del padre Karras (el temblor de sus manos es absolutamente real). Y para acrecentar aún más la sensación de agobio y turbación, entre otros escalofriantes efectos de sonido se utilizaron potentes zumbidos de abejas y gruñidos de cerdos al filo de la matanza. Mención aparte la inquietante e imperecedera banda sonora de Mike Olfield y su Tubular Bells.
Sin embargo, los efectos visuales más espeluznantes de la película, paradójicamente, son los que no se ven. Se trata de imágenes subliminales que duran un instante y apenas captan los ojos pero sí, nítidamente, el cerebro. En concreto, un primer plano del rostro del demonio (sobre fondo negro y sobre fondo blanco), que aparece en dos escenas muy significativas: cuando el padre Karras, en sueños, se cruza con su madre a la salida del metro (al despertar el sacerdote, ella ya ha muerto); y en un momento en que la niña Regan vuelve su mirada hacia el padre Merrin y el padre Karras, justo antes de su célebre giro de cabeza de 360 grados. Si ven la película en casa, un consejo: eviten la tentación de detener la imagen en esos dos instantes. Dormirán mejor.


El conjunto funcionó, ciertamente, porque la película provocó en su estreno abundantes escenas de histeria en muchas salas de cine, incluyendo gritos, desmayos y crisis de ansiedad. Un efecto que tal vez no persiguiera William Peter Blatty al escribir su novela (y el guión), pero que ha convertido El Exorcista en un mito del terror. Un fenómeno cinematográfico y sociológico que aún hoy, cuatro décadas después, continúa generando secuelas, imitaciones, estudios y tratados de lo más diverso. Y, de paso, mantiene vigente la eterna cuestión de la existencia o no del demonio. O, dicho de otro modo, en palabras de su autor: «Si hay demonios, ¿por qué no ángeles? ¿Por qué no Dios?». Así sea.

viernes, 14 de octubre de 2016

Bob Dylan. El tipo que cambió las reglas del juego


Hace más de medio siglo, en marzo de 1962, comenzó oficialmente una de las leyendas más relevantes, longevas y prolíficas del rock. Aunque entonces sólo se vendieron 2.500 copias, ese vinilo de trece canciones marcó un antes y un después en la historia musical del siglo XX. Y el joven de mirada burlona, gorra contestataria y chaquetón de granjero de Minnesota que aparecía en la carátula, se convertiría en el más revolucionario trovador que haya dado la música popular. El tipo que cambió las reglas del juego. El tipo que ayer, 54 años después de aquella revolución musical y literaria, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura.  


Aquel primer disco llevaba por título un sucinto “Bob Dylan”, a modo de simple presentación. Apenas había dos canciones del propio Dylan, pero fue el inicio de una leyenda que aún hoy no ha concluido. Aunque, como todas las leyendas, esta tuvo también su prólogo. Robert Allen Zimmerman empezó a amar la música a los diez años, tras toparse con la vieja guitarra de su padre y un disco de country que escuchó en el tocadiscos de 78 rpm oculto en una radio de caoba. “El sonido del disco me hizo sentir como si yo fuera otra persona y mis padres no fueran los que me correspondían”. Tal vez porque, ya desde pequeño, el pueblo de Hibbing, Minnesota, le pesaba más que las toneladas de hierro que salían de esa mina que alimentaba a sus habitantes y los asfixiaba al mismo tiempo.

Robert odiaba Hibbing. Su agobiante calor en verano, su frío extremo en invierno (“hacía tanto frío que no podías ni ser rebelde”), sus aburridos comercios a lo largo de la aburrida avenida, la tienda de electricidad de su padre, los vecinos de corta conversación, los trenes que pasaban de largo; por no haber, no había ni ideología a la que enfrentarse. Su único escape era la radio, las canciones melancólicas de Hank Williams, los lamentos de Webb Pierce (“ahí está el vaso que va a borrar mi pena…”), los ritmos desenfrenados de Muddy Waters o el rock desenfadado de Gene Vincent.
            Pero Hibbing no estaba hecho para el country, el rhythm & blues o el rock ‘n’ roll. Aunque a Robert le servía para ensayar con algún grupo y conquistar a las chicas, el futuro trovador sabía que tenía que escapar de allí cuanto antes. Lo hizo al día siguiente de acabar el instituto. En 1959 marchó a Minneapolis y se matriculó en la Universidad estatal. Pero no solía acudir a clase. Tocaban y ensayaban toda la noche, dormían de día. No había tiempo para estudiar. Comenzó a leer a Kerouak y a escuchar música folk, a sentir su mensaje, a compartir su ideología. Descubrió al poeta Dylan Thomas (“la piedad canta, la inocencia endulza mi último, negro aliento”) y decidió adoptar su nombre. Acababa de nacer Bob Dylan.


Por aquella época, hambriento de experiencias, se empapaba de todo lo que llegaba a sus oídos: música negra, baladas irlandesas, jazz, folk contestatario… y Woody Guthrie. Su maestro, su pope, su líder espiritual y musical. Lo leyó todo, lo escuchó todo, lo absorbió todo de Guthrie; y cuando enfermó gravemente, se trasladó a Nueva York para velarle. Era 1961, y JFK preguntaba a los americanos qué podían hacer por su país, mientras la oscura amenaza nuclear sobrevolaba por encima de sus cabezas.
            Dylan aterrizó en el mítico Greenwich Village con 20 años y una mente abierta de par en par. Desde luego, estaba en el lugar adecuado. El Village era un revoltijo de bohemios, artistas, excéntricos, poetas, iluminados y toda suerte de rebeldes con y sin causa. Pero, sobre todo, había música. Dylan tocaba y componía sin descanso; fue telonero de John Lee Hooker y una elogiosa crítica en el New York Times (“Brillante nueva cara del folk”), lo llevó directamente a Columbia Records. Los días 20 y 22 de noviembre de 1961, en los míticos estudios del 799 de la Séptima Avenida, Bob Dylan grabó su primer disco. Trece canciones, de las que sólo dos eran composiciones propias (Talkin’ New York y Song to Woody). El resultado no fue el esperado, ni siquiera para él. Su primera reacción al escucharlo fue grabar otro inmediatamente, esta vez con composiciones propias, The Freewheelin' Bob Dylan.

Eran tiempos de disturbios raciales, miedo y violencia en las calles. Vietnam. Cuba. El mundo dolía, y Dylan lo sufría especialmente. De este sentimiento nació uno de los himnos universales de la música popular, Blowin’ In The Wind (“¿Cuanto tiempo tienen que volar las balas de cañón / Antes de que sean prohibidas para siempre?”); y otras canciones míticas como A Hard Rain’s Gonna Fall o Masters of War. El sentido antibelicista de sus letras encandiló a las fuerzas izquierdistas del país, Pete Seeger a la cabeza, que trataron de atraer al joven Dylan a su causa. Pero la influencia del poeta llegó sobre todo a los otros artistas consagrados, que comenzaron a versionar sus canciones y, de paso, a llevarlo en volandas hacia el olimpo del folk. Los tiempos empezaron a cambiar para el trovador.


A Dylan no le interesaba la política (“Para mí no hay blanco y negro, izquierda y derecha. Sólo hay arriba y abajo; y abajo está muy cerca del suelo”), pero sí los derechos humanos y la segregación racial, como transmitió maravillosamente en su tercer álbum, The Times They Are A-Changin’ (1963). Su obsesión era escribir letras intensas, llenas de poesía y mensaje, y explorar nuevos caminos musicales. Aunque ello significara romper con su trayectoria, con su público, con sus supuestos camaradas. Fue en el Newport Folk Festival de 1965 cuando Dylan apareció por primera vez con una guitarra eléctrica y acompañado por una banda que, además, era bastante cañera. Los puristas del folk y la ideología se rasgaron las vestiduras, pero el público (en su mayoría) estaba entusiasmado. Ese mismo verano, en julio, Dylan publicó Like a Rolling Stone (para los expertos la mejor canción de todos los tiempos), un tema de seis minutos que narra una caída en desgracia (“cuando no tienes nada, nada tienes que perder”) y que revolucionó el rock, hasta entonces destinado a llenar las pistas de baile al grito de “tú eres mi chica”, y ahora dotado de una infinita capacidad para transmitir mensajes tan profundos como el folk o la mismísima poesía. El resto, es Historia.


El día que cambiaron las reglas del juego
“¡Hipócrita!” “¡Traidor! ¿Por qué no te escuchas a ti mismo?” “¡Farsante!” “Escuchar esta basura te hace enfermar.” “¡Bastardo!” son algunas de las lindezas que los fans dedicaron a Bob Dylan durante su gira europea de 1966, alcanzando el punto álgido en aquel concierto del Free Trade Hall de Manchester, el 17 de mayo (aquel “¡Judas!” que le dolió en el alma). No admitían que hubiera traicionado su esencia folk, de guitarra acústica y armónica, “prostituyéndola” con una banda eléctrica.

Dos meses después de su regreso de Europa, el 29 de julio, sufrió un grave accidente de moto que Dylan aprovechó para descansar de giras, periodistas, contestatarios y folkers exaltados… durante ocho años. Aprovechó bien su tiempo, componiendo decenas de canciones que siguieron marcando el camino a viejos y nuevos rockeros. Y hasta hoy.


sábado, 1 de octubre de 2016

Vencedores o vencidos: justificando lo injustificable

Como los grandes acontecimientos de la Historia, las grandes películas no están adscritas a su tiempo, sino que están en permanente vigencia. Porque no se limitan a contar extraordinariamente una historia, también nos invitan a reflexionar sobre la esencia misma del hombre y de sus porqués. Hace ya 75 años que comenzaron los juicios de Nuremberg,  y hace 60 una obra maestra nos invitaba a reflexionar sobre la conveniencia de que hubiera o no vencedores y vencidos tras la caída del nazismo. Un planteamiento que se ha venido repitiendo a lo largo de estas décadas en diversos entornos y con muy variadas excusas (políticas, económicas, religiosas, raciales…).



A casi de 60 años del estreno de esa gran obra del cine -aunque nació para la televisión- que es ¿Vencedores o vencidos? (Judgement at Nuremberg, 1961), no viene mal recordar la lección que nos mostró la magistral película de Stanley Kramer. Una lección tan actual y tan necesaria hoy como en la época en que aconteció. ¿Vencedores o vencidos? nos describe con precisión y perspectiva, con detalle y objetividad, el proceso en 1948 a cuatro dirigentes nazis acusados de apoyar, amparar y servir al Tercer Reich y sus políticas de esterilización y eugenesia desde su privilegiada posición de jueces. La defensa que argumenta su abogado, Hans Rolfe (Maximillian Schell), es en primera instancia que los acusados cumplieron la ley, mala o buena, pero la ley; luego intenta darle la vuelta a la causa colocando a los verdugos como víctimas de ese régimen que ellos no eligieron pero se vieron forzados a obedecer; y finalmente trata de compartir su culpa con todo el pueblo alemán, corresponsable del omnímodo poder de Hitler por acción, omisión o silencio.

Los acusados se defienden y justifican con cobardía: «No somos verdugos, somos jueces», «Los demás lo sabían, nosotros no». O alegan que hicieron «lo que fue necesario para la protección de su país» frente a sus enemigos (gitanos, judíos, comunistas, liberales…). La excepción es Ernst Janning (Burt Lancaster), ex Ministro de Justicia y una eminencia jurídica desde los tiempos de Weymar, que aún mantiene su dignidad, ajeno al proceso: él ya se ha juzgado a sí mismo y se ha declarado culpable, junto a todo el pueblo alemán («Si tiene que haber alguna salvación para Alemania, los que sabemos que somos culpables debemos admitirlo, sea cual fuere la pena y la humillación que nos cause»).



Frente a los acusados, el implacable fiscal, el coronel Dawson (Richard Widmark), que acusa a los jueces de connivencia con el Holocausto; ellos no dirigían personalmente los campos de concentración, ni tuvieron que accionar el mecanismo que llevaba el gas a las cámaras, pero impusieron y ejecutaron leyes que enviaron a millones de víctimas a su destino; aplicaron leyes que sabían injustas y condenaron a miles de personas que sabían inocentes. Algunas de ellas declaran como testigos en el juicio, aún atormentadas por su pasado reciente: una mujer (Judy Garland) que fue acusada de corrupción racial, esto es, mantener relaciones sexuales con una persona no aria (delito castigado con la muerte); y el hijo de un comunista que, tras ser declarado débil mental,  fue esterilizado para preservar la raza (Montgomery Clift).

Pero quizá el personaje más significativo de todo el proceso sea el juez Haywood (Spencer Tracy), no sólo por estar en sus manos el destino de esos cuatro criminales –y de toda Alemania-, sino sobre todo por su dimensión humana, que coloca la historia en su justa medida. Haywood es un modesto juez de distrito retirado, que ha llegado a Nuremberg desde sus lejanos bosques de Maine con una responsabilidad que no ha buscado, pero tampoco rechaza. Trata de juzgar con objetividad, y para eso necesita comprender, entender a esos hombres, a esa sociedad, a esa nación antaño ejemplar. Pasea por las calles en ruinas, conoce a sus gentes, bebe su vino, escucha sus canciones; entabla amistad con la señora Bertholt (Marlene Dietrich), aristocrática viuda de un general nazi acusado y ajusticiado tras la guerra, que trata de convencerlo de que no todos los alemanes son monstruos, y que es necesario olvidar y perdonar. No es la única que presiona al juez Haywood: el senador Burkette le insinúa la conveniencia de un juicio laxo, porque «nos hará falta el apoyo del pueblo alemán» frente a los comunistas; el general al mando se lo deja más claro aún: «No esperes conseguir la ayuda de los alemanes aplicando rigurosas condenas»; incluso uno de los magistrados de su equipo, que no comparte su interpretación de la ley; o el propio pueblo alemán, que trata desesperadamente de olvidar que hace sólo tres años era cómplice de aquellos crímenes y ahora necesita mirar “hacia delante”. Un juicio sin vencedores ni vencidos.


 Pero el viejo y sensato juez de Maine antepone el pleno sentido de la Justicia, con mayúsculas, a cualquier conveniencia política o relativismo moral. Lo que se juzga va mucho más allá de esos cuatro criminales nazis, pues «quien realmente pide justicia es la Civilización»; lo más grave no es que se cometan atrocidades, sino que parezcan bien a unos, inevitables a otros e inexistentes a todo un país. Finalmente, los cuatro acusados son declarados culpables y condenados a reclusión perpetua; pero el proceso aún no ha terminado. Queda la demoledora conclusión de la película: «Los juicios de Nuremberg finalizaron el 14 de julio de 1949. Noventa y nueve acusados fueron condenados a penas de prisión. Ninguno de ellos cumple condena en la actualidad». Al final, los vencidos se convierten en vencedores y los vencedores en vencidos. Y los millones de víctimas que reclamaban –y merecían- justicia, sólo obtuvieron “conveniencia política” a cambio de su sacrificio.

¿Vencedores o Vencidos? no se puede etiquetar como una simple película histórica, bélica o judicial; es una obra profunda y llena de matices, es también objetiva y honesta en su planteamiento (justa con las razones de ambos bandos), bien documentada, emotiva (hay imágenes y testimonios sobrecogedores), magníficamente interpretada (todos están soberbios: el contenido pero imponente Burt Lancaster, el enérgico Maximillian Schell, la orgullosa Marlene Dietrich, el torturado Montgomery Clift, la angustiada Judy Garland, el equilibrado Spencer Tracy) y magistralmente dirigida por Stanley Kramer. Pero por encima de todo es una película necesaria, porque nos enseña que nunca debemos olvidar a las víctimas ni perdonar a sus verdugos, y que nada justifica sacrificar valores como la vida, la justicia y la libertad en pro de ningún fanático nacionalismo (o fundamentalismo). «La estructura moral de una sociedad se rompe tan pronto como se dice ‘sí’ a la injusticia, al atropello, a la violación de la ley, a la privación del derecho justo» nos recuerda Julián Marías precisamente en un artículo sobre ¿Vencedores o Vencidos?; una reflexión que, como la película, está vigente en cualquier época. Especialmente hoy.