martes, 14 de junio de 2016

Zarauz. Un viaje de dos días al pasado



Uno, lo reconozco, tiende a veces a la melancolía. Será el alma de poeta que en el fondo siempre estuvo ahí, al acecho. Pero sienta bien. Al menos durante un fin de semana de visita fugaz a un tiempo, a una edad, a un lugar que sí, sin duda, fue mejor. O más fácil. Y de ahí vengo. Con todo el jet lag emocional revoloteando por mi cabeza como el cuervo de Poe por su habitación, tras colarse por la ventana. Inquieto. Añorante. Sensible. Sólo eso y nada más.

Pero, insisto, sienta bien. Añorar el pasado, volver a lo que uno fue y vivió, veintitantos años atrás; revivir los sentimientos, volver a soñar los sueños que luego nunca fueron, retornar aquella vida despreocupada y feliz, aquella sensación de libertad en la que sólo existía el ahora, el aquí; donde el futuro no era sino una mera hipótesis difusa, aún por definir, y el pasado no era necesario pues en realidad no había nada que añorar. Todo lo opuesto a este hoy, en que la preocupación por el futuro apenas te deja tiempo para el presente y tienes que echar mano del pasado para darle un poco de sentido a todo esto.

Sí, a veces viene bien hacer un viaje al pasado, de “cuerpo presente”. Volver a pasarte las horas sentado en el malecón, simplemente mirando el mar, viendo las olas, admirando a las viejas glorias, observando a los nuevos talentos, esperando tu momento para entrar al agua con tu vieja Jeff Crawford, otra vez, y con el ratón de Guetaria de eterno testigo mudo, de “fondo de pantalla” de lujo. Volver a saborear el salitre, a paladear la brisa, a dejar tu huella en la arena húmeda en aquellos largos paseos en los que no hacía falta pensar, tan solo mirar las olas (y quizá admirar algo más). Volver a sentir la libertad de aquellos veranos sin horas, en los que todos los días eran sábado noche (“sábado la noche” bramaba Moris), en los que a veces sólo pasabas por casa para desayunar y coger la tabla y las gafas de sol, porque había buenas olas y eso era infinitamente más importante que dormir.

Volver a disfrutar esas conversaciones intrascendentes, en las que apenas cabían tres o cuatro temas: surf, música, noche (con todos sus subtemas) y poco más. Volver a escuchar la banda sonora de un tiempo y un lugar que se encontraba a años luz, en cultura musical, de lo que se escuchaba en Madrid. No importaba el local, ni la fauna nocturna que lo habitara, la buena música era un fijo, un obligado. Un must. Del Fany al Nashville, del Marina al Kupela, del Mármol al Sausalito. Y el Antxe, que fue el último reducto de los viejos rockeros que nos resistíamos a los nuevos ritmos y modas.

Volver a los pintxos, a las txuletas o al txangurro de Astillero, o a las cenas en la sociedad de turno, el mejor plan del mundo mundial; volver al paseo en bici por el pueblo, saludando a discreción, visitando los “santos” lugares (el mercado, la tienda de música de Iñaki, Juanita, Pukas…); volver a escuchar el Gure Aita, que estremece más que un tubo en Mundaka; volver a sentarte en la terraza del Golf, de cara al mar, con una cerveza en copa y miles de recuerdos a flor de piel (¡y Arguiñano!).

Volver a ver a la gente, a tu gente. Sentir —saber— que por muchas hojas del calendario que hayan caído en el tiempo sigue siendo ayer, que nunca te has ido. Que siguen frescas las risas y la cerveza, y el Ballantine’s con hielo; que el eco de aquel “¡La vida es jauja!” no se llegó a apagar del todo. Más arrugas, quizá, pero el mismo espíritu. Hijos, canas, kilos, años, pero los mismos veintitantos cuando nos ponemos a recordar. Parece que hables del fin de semana pasado o del año pasado, pero no más allá. Y tal vez sea así, tal vez no hayan pasado veinte años. Porque el pasado se hace presente con la presencia, porque la nostalgia se esfuma cuando estás ahí. Porque hay cosas que no cambian, que siempre permanecen. Porque te siguen queriendo. Porque les sigues queriendo. Y porque sabes que, por muy lejos que estés —en la distancia y en el tiempo— basta que vuelvas dos días para sentir que siempre has estado ahí.

Este fin de semana, sentado en el malecón de Zarauz, mi Zarauz, pensando en todo y en nada, mirando las olas, dejándome abrazar por la brisa y el salitre, paseando por los rincones de ayer, aflorando la risa tonta y las anécdotas y la amistad, me he vuelto a sentir en casa. Sin necesidad de nada más.


Sí, a veces hay que volver al pasado para darte cuenta de que nunca te fuiste, nunca te has ido, nunca te irás.