miércoles, 11 de mayo de 2016

Yo también quiero ser Cary Grant



“Podría actuar con un huevo podrido en la cara y seguiría pareciendo tan fascinante como siempre”. Tal vez sea ésta de Alfred Hitchcock la más certera definición de un actor extraordinario y único, mucho más allá de su condición de estrella hollywoodense, que nació como Archibald Alexander Leach y vivió, fascinó y murió como Cary Grant. Hace ya casi tres décadas que le echamos de menos, aunque, afortunadamente, no sus películas. Es lo bueno que tiene el cine.

Alfred Hitchcock, que dirigió magistralmente a Cary Grant en cuatro ocasiones, siempre hubiese querido ser lo que representaba el actor británico ante una pantalla: el héroe simpático y atractivo que primero salva y luego conquista a la chica (preferiblemente rubia) enfrentándose a cualquier peligro (avioneta fantasma, conspirador nazi o picnic con muslo y pechuga) sin apenas despeinar su perfecta cabellera. Y es que Cary Grant era tan…“¡tan hummmm!” según la perfecta definición que Costance Collier suspira en La soga (del propio Hitchcock) en presencia de un James Stewart que está “totalmente de acuerdo”. Una fascinación que hombres y mujeres -actores y actrices, espectadores y espectadoras- han sentido a lo largo de cinco décadas y más de 70 películas por este actor absolutamente inimitable.
               
“Todo el mundo quiere ser Cary Grant” le dijo un entrevistador en cierta ocasión; “Incluso yo querría ser Cary Grant” respondió el actor. Respuesta ingeniosa que no era sino una manifestación de la lucha interior que Archibald y Cary mantuvieron a lo largo de toda su vida. Porque el tipo jovial, elegante, enamoradizo y fantasioso era también tacaño -incluso cobraba 25 centavos por cada autógrafo-, adicto al alcohol, inestable (se casó cinco veces), presuntamente homosexual y siempre obsesionado con la ausencia de su madre (que el pequeño Archy dio por muerta a los 12 años y a los 30 descubrió que había sido encerrada en un manicomio). Cary Grant era pura contradicción, sí. Pero quién no lo es. Lo único cierto es que nunca ha habido –ni habrá- un actor como él, con su carisma y su personalidad (y su hoyuelo en el mentón); con su encanto desinhibido y atemporal; con esa mirada de estupefacta inocencia tantas veces imitada y nunca igualada; con su gracia natural, su honestidad y su facilidad para bordar cualquier personaje; una facilidad que -en palabras de Stanley Donen, su director en Charada- no es un don de Dios, sino fruto de muchas horas de trabajo.

Aunque algo de talento innato tuvo que haber, y una vocación temprana e inalterable que cambió el rumbo de un destino. Nacido en Bristol (Inglaterra) en el seno de una familia modesta, a los trece años decidió que su futuro no estaba en los estudios sino en los escenarios y se escapó de casa para unirse al grupo teatral Bob Pender’s Troupe, especializado en bailes excéntricos, pantomima, payasadas, zancos y toda clase de acrobacias y volteretas (habilidades que luego utilizaría en no pocas películas). En 1920, el grupo recibió una oferta para actuar en los Estados Unidos; cuando llegaron a Nueva York, Archibald supo que ya no volvería a Inglaterra.
Después de una gira por todo el país con su Troupe, comenzó a actuar en importantes producciones de Broadway, en papeles cada vez más importantes. Diez años y cientos de representaciones después, llegó el cine. Primero en pequeñas dosis: cortometrajes cómicos o musicales en los que Archibald hacía habitualmente el papel de galán. Al poco tiempo, la Paramount le firmó un contrato para actuar en largometrajes con la única condición de cambiarse el nombre. Así, en 1931 Cary Grant se trasladó a vivir a Hollywood y empezó a hacer historia. Su primer personaje protagonista no llegaría hasta 1933 con Casino de mar y, ese mismo año, No soy ningún ángel junto a Mae West, que resultaría su lanzadera imparable hacia el firmamento de las estrellas de celuloide. En los siguientes cinco años protagonizó veinticinco largometrajes, incluyendo obras maestras como La gran aventura de Silvia (1936), junto a Katharine Hepburn y bajo la batuta maestra de George Cukor, La pícara puritana (1937, de Leo McCarey) o la inmortal La fiera de mi niña (1938), también con su amiga Katharine Hepburn, y dirigida por uno de sus directores fetiche, Howard Hawks.


A partir de ahí, Cary Grant no tuvo un solo borrón en su carrera. Echando un vistazo a su filmografía es imposible encontrar una película no ya mala, sino simplemente mediocre. Trabajó con los más grandes (Hawks, Cukor, Hitchcock, Stevens, Donen, McCarey); dominó la comedia, el drama, la aventura, la acción, la intriga, la parodia, el musical; y fue (casi) todo lo que se puede ser en el cine: héroe de la aviación, vagabundo, borrachín, exmarido celoso, ladrón de guante (y pelo) blanco, solterón, científico despistado, niño haciendo el indio, vago sospechoso, soldado bravucón, Cole Porter, ángel, novia, tortuga, espía enamorado a su pesar y sobrino de dos encantadoras asesinas. Y todo eso sin dejar de ser Cary Grant, dotando a cada personaje de su personal e intransferible elegancia, de su seductor magnetismo, de su fina ironía y su gesto siempre exacto, medido al milímetro.

En 1966 nació su hija Jennifer y se retiró de las pantallas; simplemente decidió que ya no podía dar al público lo mejor de sí. Veinte años después, el 29 de noviembre de 1986, Cary Grant moría de un ataque de apoplejía. Esté donde esté ahora, seguro que su amiga Audrey Hepburn le estará repitiendo eternamente aquella frase inmortal de Charada: “-¿Sabes lo que tienes de malo? –No, ¿qué? –Naada…”


martes, 10 de mayo de 2016

Coca Cola: el poder de una marca

Coca-Cola fue creada el 8 de mayo de 1886 en la ciudad de Atlanta (Georgia) por el farmacéutico John S. Pemberton, quien desarrolló la fórmula de un jarabe comercializado como “tónico efectivo para el cerebro y los nervios”. Hoy no sólo es la bebida más popular del mundo, también una marca capaz de protagonizar películas, entrar en el MOMA, designar sedes olímpicas y hasta crear iconos universales, como Santa Claus.



John Pemberton inventó el producto, sí, pero la aportación de su contable, Frank Robinson, resultó casi más importante e imperecedera: fue él quien ideó la marca y diseñó el logotipo. Esa característica tipografía cursiva (Spencerian Script), reconocida en los cinco continentes, y ese nombre, pronunciado por millones de personas cada día, tienen mucho más valor, y sobre todo, mucho más poder que el refresco en sí. Un poder al que sin duda ha dado unos buenos empujones la emblemática publicidad de la marca.
Desde el pasacalle colgado en la farmacia Jacob, invitando a los peatones a disfrutar de la Coca-Cola, o el primer anuncio, publicado en el Atlanta Journal el 27 de mayo de 1886, en el que se vendían sus innovadoras cualidades (“Deliciosa, Refrescante, Estimulante y Vigorizante”; “Cura el dolor de cabeza”), hasta la famosa campaña de “La Chispa de la Vida” o las más recientes “Para todos” (que nos llegó de Argentina), “El lado Coca-Cola de la vida” o “El color de la felicidad”, la publicidad de la marca ha trascendido al propio marketing para colarse en nuestras vidas y entrar a formar parte de nuestras familias, de nuestra cultura, de nuestras costumbres, de nuestra diversión… de nuestras emociones. Éste es su secreto: haber sabido crear unos anclajes emocionales absolutamente firmes con sus consumidores generación tras generación, adaptándose a cada tiempo; y además, transmitiendo siempre valores positivos como familia, amistad, compañerismo, esfuerzo, ilusión, solidaridad, alegría de vivir…


Todo, además, acompañado por una banda sonora que ha trascendido igualmente a la mera publicidad. Las canciones de los anuncios de Coca-Cola son una categoría en sí mismas. Originales o adaptadas, cada una de ellas a lo largo de la historia ha sabido conquistar a su generación. En 1971, la canción del anuncio de Coca-Cola “I'd Like to Teach the World to Sing (In Perfect Harmony)”, interpretado por The New Seekers (un grupo multicultural de adolescentes), obtuvo tal resonancia que se editó en versión completa y llegó a ser Nº 1 en Reino Unido y Nº 7 en USA. Y como éste, varios han sido los temas que han alcanzado las primeras posiciones en las listas de éxitos americanas y europeas. Y españolas, claro: ¿quién no recuerda el Pita Pita Del o el Chihuahua de hace unos años? Un logro sólo igualado por Kodak (una sola vez) con aquella magnífica canción de Paul Simon, Kodachrome.

Estas son algunas de las claves que explican que, de los nueve refrescos diarios que vendía Coca-Cola en 1886, hoy se consuman cerca de 8.000 cada segundo. Y que de los 20 empleados de la compañía en 1899 se haya pasado a la escalofriante cifra de 8.000.000 de personas que trabajan en la actualidad para Coca-Cola, directa o indirectamente.


La botella “contour”… ¿una mujer?
Otro de los iconos inconfundibles de Coca-Cola es su botella “contour”. Y también otra de las famosas leyendas sobre la marca refutadas por la historia real. La leyenda dice que la silueta más reconocida del mundo está inspirada en las curvas de una mujer. La historia afirma que esas sugerentes curvas son, en realidad, las de un grano de cacao. Veamos: a finales de 1915 la empresa Root-Glass recibe el encargo de diseñar una nueva botella. El diseñador Earl Dean, buscando inspiración en los ingredientes del producto, encuentra en las páginas de la Enciclopedia Británica una ilustración del grano del cacao, cuya forma aflautada le llama la atención, y la toma como referencia. Dean acaba su prototipo y lo presenta en la convención de embotelladores de 1916, donde es elegido frente a otros diseños. Ese mismo año se empiezan a fabricar las primeras botellas “contour”, basadas en el grano de cacao… aunque el cacao nunca formó parte de la fórmula original de Coca-Cola. Una bagatela sin mayor trascendencia, si tenemos en cuenta que Earl Dean creó el envase más reconocido del planeta. Tanto, que figura en el MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York) como ejemplo de diseño universal.


Según cuenta otra leyenda, nunca corroborada, sólo dos personas conocen exactamente la fórmula y la manera correcta de mezclar todos sus ingredientes. Nunca viajan juntos, ni comen los mismos platos, ni duermen en el mismo hotel. La receta secreta, denominada "Merchandise 7X" está guardada bajo llave en el SunTrust Bank Building de Atlanta, cuna de Coca-Cola.
Lo que seguro no es leyenda es que Coca-Cola creó a Santa Claus. No al santo Nicolás de Bari, claro, pero sí la imagen que de él se tiene en toda la cultura occidental desde los años 30. Su creador fue un ilustrador de Coca-Cola llamado Haddom Sundblom, de origen sueco, al que se encargó representar al santo de una forma más humana y creíble; el resultado fue el orondo personaje lleno de vitalidad y alegría que todos conocemos, y cuyo traje rojo y blanco recuerda sospechosamente los colores de la marca.

El poder de Coca-Cola es tal que logró que su ciudad, Atlanta, organizara los Juegos Olímpicos de 1996 en lugar de la ciudad favorita, Atenas, que era considerada la sede más apropiada para celebrar los 100 años de las primeras olimpiadas de la Era Moderna, que tuvieron lugar precisamente en Atenas en 1896. Y, por cierto, sólo doce años después de Los Ángeles 1984 y a pesar de las duras condiciones climáticas, con un calor sofocante y porcentajes de humedad del 90%. Eso sí, ideal para refrescarse con una Coca-Cola.


El mayor error de marketing de la historia
Los directivos de Coca-Cola no siempre han confiado al cien por cien en el componente emocional de su propia marca. En los años ochenta esa duda pudo haber acabado con el refresco más bebido del mundo. La historia comenzó con una campaña de su eterno rival, Pepsi, que ideó un spot con un test ciego en el que se mostraba a una anciana en un supermercado, que se sorprendía enormemente tras haber elegido el sabor de Pepsi en lugar de “su” Coca-Cola. Pepsi incrementó sustancialmente sus ventas, ante lo que Coca-Cola reaccionó con la peor estrategia posible: lanzando un nuevo producto, con un nuevo sabor, un nuevo nombre y una nueva imagen: “New Coke”. Pepsi aprovechó para dar un nuevo golpe y lanzó a su vez una campaña en la que resaltaba el porqué de que Coca-Cola hubiese cambiado su sabor: el sabor de Pepsi. Fueron los propios consumidores de Coca-Cola, fieles a los valores intangibles de la marca, quienes reclamaron el regreso al original (sabor y nombre); en tres meses fue tal la avalancha de peticiones, en todos los medios y por todos los medios, que la compañía tuvo que rectificar y volver a fabricar la Coca-Cola clásica… después de invertir millones de dólares en crear la nueva.

Un directivo de la época lo explicaba así: “Todo el dinero y tiempo invertidos en investigar la preferencia del consumidor hacia la nueva Coca-Cola no pudieron medir ni revelar la profunda relación emocional que tantas personas sienten hacia la Coca-Cola original… es un maravilloso misterio americano, un encantador enigma, y no puede medirse más de lo que se puede medir el amor, el orgullo o el patriotismo”.
La lección que aprendieron los directivos, los publicitarios, los estrategas y los investigadores fue, simplemente, que Coca-Cola no vende sabor, vende emociones.
Como la música. O como el cine.

Starring: Coca-Cola

Pocas marcas, si es que esxiste alguna, han sido las protagonistas absolutas de una película. Ninguna, desde luego, ha protagonizado dos obras maestras. Salvo Coca-Cola, claro. Una es la deliciosa comedia escrita y dirigida por el sudafricano Jamie Uys en 1980, que tuvo un enorme éxito a pesar de su bajo presupuesto. La película se llama Los dioses deben estar locos. El lugar, el desierto de Kalahari. El protagonista, Xi, un bosquimano. La historia, una botella de Coca-Cola vacía que es lanzada desde una avioneta y cae a los pies de Xi, quien la recoge y la lleva a la aldea. Para su gente será “un regalo de los dioses”, caído del cielo; pero pronto se convierte en objeto de discordia, ya que todos la quieren pero sólo hay una, por lo que Xi decide llevarla al extremo de su mundo conocido, para devolvérsela a los dioses.


La otra gran película es la genial Uno, dos, tres, del maestro Billy Wilder. Rodada en 1961, cuenta de manera trepidante, al ritmo endiablado de La danza del sable, las tribulaciones del norteamericano MacNamara (un impagable James Cagney), jefe de ventas de Coca-Cola en Berlín. Una de las mejores comedias de la historia del cine, en la que Billy Wilder se mofa con su inteligencia y acidez habituales de la Guerra Fría, del comunismo, del capitalismo, del nazismo y hasta de la Coca-Cola (“¡Ni hablar caballeros, la fórmula no sale de nuestra casa! Se la damos a ustedes y a los cuatro días la China comunista ya la tiene”. “No nos hace falta, si queremos Coca-Cola la inventaremos nosotros”. “El año pasado sacaron ustedes una pobre imitación, la Kremlin Cola. Fueron a probarla a los países satélites pero ni los albaneses pudieron bebérsela. La usaron para bañar cabras, ¿o no?”. “Sin comentarios”). Y más aún, el grito de MacNamara en la última escena de la película, cuando se dispone a sacar Coca-Colas de una máquina, y lo que sale es… ¡una Pepsi!
            Como diría también el mismísimo Wilder en otra de sus obras maestras, “Nadie es perfecto”.