viernes, 19 de junio de 2015

Jaime Caballero. El héroe de los enfermos de ELA.



Jaime Caballero es nadador de ultra larga distancia en aguas abiertas. Eso significa que está hecho de una pasta especial, física y psicológicamente. Eso significa que tiene una capacidad de aguante —del dolor, del miedo, del agotamiento, del agobio, del frío extremo— que va mucho más allá que la de cualquier ser humano normal. Su última hazaña, que ha dado la vuelta al mundo, ha sido cruzar el Canal de la Mancha… ida y vuelta. Sin parar. Sin protección. (“Una salvajada que sólo han logrado 17 nadadores en la historia.  Es el Everest de la natación”). Un trayecto de 100 kilómetros de agua gélida, corrientes traicioneras, lacerantes olas y veneno de medusas que Jaime estuvo a punto de abandonar en varias ocasiones durante la segunda mitad del reto, pero que finalmente completó, en estado casi inconsciente (“las últimas 8 horas no recuerdo nada, iba con el piloto automático”). La razón, su razón, los enfermos de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), “la enfermedad más cruel que existe”. Ellos son los que empujan a Jaime en los momentos de flaqueza, ellos son los que le dan fuerza para seguir adelante, ellos son los que le dan motivo para luchar, una causa a la que Jaime dedica, desde hace años, cada pensamiento y cada minuto de su tiempo libre.

No siempre fue así. Jaime nadaba ya de pequeño, incluso protagonizó alguna que otra hazaña con 14 años. Pero luego tuvo un prolongado standby de diez años provocado a partes iguales por la indolente adolescencia y los malos hábitos (juergas, droga, alcohol). Fueron años peligrosos, nadando en el filo de la navaja, que casi le cuestan la vida; afortunadamente el precio final fue sólo el ojo derecho. Pero ni eso cambió su forma de ver la vida. “Cuando estaba en el hospital, tras el accidente, lo único que pensaba era en recuperarme para seguir de farra”. Fue la familia (¿quién, si no?) la que finalmente impuso el sentido común, a base de altas dosis de amor y comprensión, y tras pasar por Proyecto Hombre (“a los que estaré eternamente agradecido, y con los que colaboro siempre que puedo”), Jaime salió limpio y lleno de vida.


Volvió a la vida, y volvió al mar (“Es básico tener aficiones, practicar algún deporte; eso te da ilusiones, motivación, objetivos, a cualquier nivel”). Comenzó a nadar de nuevo, no como profesional, pero sí realizando retos cada vez mayores, más importantes, y más duros. En 2005 atravesó el Estrecho de Gibraltar en 2 horas 58 minutos, su primera travesía reseñable. Tras un intento fallido el año siguiente, en 2007 decidió el desafío de referencia en aguas abiertas, el Canal de la Mancha; allí conoció la verdadera fuerza de las corrientes y descubrió en carne propia lo que es el frío en el agua. En 2008 el reto impuesto fue atravesar el Estrecho ida y vuelta, algo que a priori parecía sencillo pero que las fuertes corrientes complicaron hasta el punto de pensar seriamente en el abandono. No solo no abandonó sino que además logró registrar un record mundial.

Pero la travesía que marcó un antes y un después en la vida de Jaime, un giro radical a nivel profesional y, sobre todo, a nivel personal, fue la que llevó a cabo el 10 de junio de 2009: Bilbao-San Sebastián (su tierra). Su travesía más larga y dura hasta el momento, sí (perdió 8 kilos en 27 horas). Pero lo realmente importante es que fue su primera travesía con causa. En 2008, su querido tío José Mari Echeverría falleció de ELA, en apenas 6 meses de dolorosísima enfermedad. Jaime se vio profundamente afectado y decidió que, a partir de ese momento, todas sus fuerzas, todos sus retos, todos sus pensamientos los dedicaría a quienes sufren esa cruel enfermedad que le quitó a su tío. La travesía Bilbao-San Sebastián duró 27 horas, que, según reconoce el propio Jaime “logré terminar acordándome de mi tío en los momentos de flaqueza”.

Hubo otros logros espectaculares: el Lago Ness, Manhattan, Santa Catalina, la Triple Corona… Pero lo importante es que Jaime se involucró de lleno en la tragedia del ELA; conoció a personas afectadas, incluso amigos cercanos que habían perdido a seres queridos por su causa. Decidió hacer algo más por estos enfermos, ayudarles a mitigar de alguna forma su dolor, animarles, dignificarles, darles voz y presencia en la sociedad. Junto a un grupo de amigos fundó la Asociación Siempre AdELAnte y, desde entonces, sus travesías se transformaron en instrumento “para ayudar a quienes sufren la enfermedad más cruel del mundo”. Jaime nada por y para ellos. Porque ellos no pueden. Sus retos tienen ahora una causa mayor: “servir de micrófono a los afectados y conseguir recursos para investigación y cuidados paliativos”, a lo que se destinan el 100% de  los ingresos que se obtienen en cada travesía (principalmente donaciones particulares). Aparte lo económico, el objetivo es doble: animar e ilusionar a los afectados; y concienciar a la sociedad, recordarnos a todos que la ELA existe.




Jaime tiene clara cuál es su misión: “Mi verdadera fortuna ha sido emprender esta andadura con la Asociación Siempre AdELAnte y desde el primer momento he conocido a algunos afectados por ELA y familiares que han ido reforzando este compromiso y ganas de hacer más y más cosas por ellos”. Ellos son su motor y su motivación, y su fuerza en los momentos de flaqueza: “Jaime, lo que te está pasando (frío, cansancio, agobio psicológico por pensar que no avanzas lo suficiente...) es algo pasajero, lo que no es pasajero es tener ELA. Así que, ¡sigueeee y hazlo por ellos!”. Él lo dice siempre: recibo mucho más de lo que doy.

Levantarse a las 6 de la mañana para entrenar cada día entre 2 y 3 horas antes o después del trabajo y fines de semana en mar abierto (verano o invierno) es duro, piensa Jaime. Nadar durante 24 horas seguidas en aguas gélidas sufriendo picaduras de medusa por todo el cuerpo es más duro aún. Pero permanecer completamente inmovilizado durante años, soportando dolor, impotencia, desesperanza, depresión e incluso sentimiento de culpa (la familia también se lleva su parte), no es comparable a ningún sufrimiento pasajero. “Por muy mal que lo haya pasado, a mí se me va en dos días; pero lo suyo es todos los días, para toda la vida”. La enfermedad más cruel del mundo.


Son muchos los enfermos de ELA a los que Jaime ha conocido a lo largo de estos años. Algunos, familiares cercanos. Otros, nuevos amigos para toda la vida. Fran Otero es alguien muy especial para él. Y su mujer, Damaris. Fran padece la enfermedad desde hace 19 años. Su cuerpo está completamente paralizado, pero conserva intactas las ganas de vivir, la ilusión, el humor. Damaris es farmacéutica y se pide todos los turnos de noche para poder estar durante el día con su marido. Ella es su sostén, su ángel. Y la hija de ambos, la llama que mantiene viva sus vidas (la enfermedad llegó cuando apenas tenía 3 meses, hace 19 años). Fran es uno de los incondicionales de Jaime. Vive cada travesía como propia (porque lo es, en realidad) y es quien más anima a Jaime en las horas de bajón. La última vez, en aquellas durísimas millas finales en el Canal de la Mancha, soportando el frío (su temperatura corporal bajó de los 32 grados), el dolor intenso de las picaduras de medusa, las corrientes, la desorientación, la sensación de no avanzar, la desesperación…  “lo que hizo que no abandonara fueron los mensajes de ánimo que me iba lanzando Fran y que me transmitían desde el barco de apoyo. Yo pensaba: para escribir esa frase ha tenido que estar horas, dictando letra a letra con un dispositivo especial que tiene en el ojo; y yo aquí quejándome del frío. ¡Ale, p’alante! Esto pasará, pensé, el frío, las medusas, el cansancio… y me acordaba de mi tío, del padre de mi amigo Gonzalo Artiach, de Fran y de todos los demás enfermos de ELA… ellos son los que consiguieron que terminara la travesía. Ellos son los que consiguen que termine todas las travesías”. Fran lo dice con sus propias palabras: “Llevamos unos cuantos años nadando juntos, y tengo que reconocer que sigo sintiendo la misma emoción, o más grande aún, si es posible, cada vez que nos embarcas en un nuevo reto. A tu lado lo inalcanzable se vuelve esperanzador. Mientras nades, nadaremos a tu lado, poco importa si son unas horas de entreno o 24 horas cruzando el durísimo Canal de la Mancha. ¡Gracias por decir bien alto que el ELA existe!”

Jaime aún no sabe cuál será su próximo desafío. Quiere que sea algo grande, impactante, que genere repercusión y notoriedad. No sabe tampoco si logrará terminarlo con éxito. Aunque eso no importa. “Cada uno debe considerarse admirable no por el reto conseguido, sino por el solo hecho de haberlo intentado”. Sobre todo, cuando la causa es tan admirable como la suya.


 Nota: Esta historia está incluida en mi libro "La muerte del egoísmo" (Ed. Palabra)





viernes, 12 de junio de 2015

De Drácula y otros célebres vampiros (y vampiras)



Londres. 20 de abril de 1912. La noche es fría, opaca, tenebrosa. Más aún en la miserable y pestilente pensión de una callejuela sin nombre en la que un viejo irlandés, presa de un pánico indescriptible, profiere con voz demente y excitada una misteriosa palabra, al tiempo que señala con mano temblorosa el rincón más oscuro de la habitación: “¡Strigoi, strigoi!” Unos instantes más tarde, el infeliz está muerto. Cuando los policías acuden al inmundo agujero para llevarse el cuerpo inerte, descubren la identidad del huésped en el mugriento libro de registro: Bram Stoker.

Bram Stoker tenía 64 años cuando dejó este mundo. Murió arruinado, enfermo y demente (tres habituales síntomas de la sífilis), retorciéndose de dolor mientras sufría alucinaciones de la criatura que él mismo había creado quince años atrás, a la que señalaba aterrorizado al grito de “strigoi”, que en rumano significa bruja, espíritu maligno. O vampiro.
            Su existencia no había sido fácil, ya desde niño. Postrado en cama debido a una salud precaria durante sus siete primeros años de vida, dedicaba las horas a estudiar y a escuchar las historias de fantasmas que su madre le relataba cada día. Logró cursar sus estudios en el prestigioso Trinity College de Dublín, donde comenzó a sentir la llamada de la creación literaria, primero con modestas obras de teatro y críticas y poco después con relatos de terror y misterio que publicaba en la revista Shamrock. Todo marchaba relativamente bien hasta que abandonó su Irlanda natal para instalarse en Londres. Allí conoció al hombre que, con los años, marcaría su tragedia: el célebre actor shakesperiano Henry Irving.
Trabajó durante años para él más como esclavo que como representante y se arrastró con él por los rincones más perversos y pervertidos de Europa (donde contrajo la sífilis); a la muerte del ególatra actor, en 1905, el fiel servidor fue absolutamente olvidado en su goloso testamento. Durante esos años, entre servicio y perversión, le dio tiempo a Stoker de practicar el ocultismo en una sociedad secreta y de escribir unas cuantas novelas y relatos de éxito limitado. Hasta que en mayo de 1897 la editorial Archibald Constable and Company publicó su inmortal Drácula, novela que asentó las bases –matices, cualidades, iconografía, rituales, personalidad- del vampiro literario. Aunque el protagonista se basó en la figura del sangriento príncipe rumano Vlad el Empalador muy diversas las influencias que Stoker reflejó en su personaje, desde Henry Irving a Franz Liszt, pasando por libros de ocultismo, leyendas ancestrales de la lejana Transilvania, los manuscritos hallados por su amigo el orientalista Hermann ‘Arminius’ Bamberger o las historias de espectros que su madre le relató de niño. 
Pero el Drácula de Bram Stoker bebió también de otras muchas fuentes, de otras muchas copas rebosantes de espeso líquido carmesí. La “novela de terror mejor escrita de todos los tiempos”, en palabras de su amigo Oscar Wilde, y que alcanzó una fama que su creador jamás habría siquiera imaginado, tuvo una nutrida lista de nobles precedentes vampíricos que, unos más que otros, fueron marcando el camino del afamado Conde a lo largo de todo el siglo XIX. El mito vampírico, en su siniestro encanto e insaciable capacidad de hacer –e incitar a hacer- el Mal, había conquistado ya a los más prestigiosos poetas y novelistas del Romanticismo, desde Rusia hasta Francia, de Escocia a Estados Unidos, bajo cuyas plumas adoptó múltiples identidades y peculiaridades, todas únicas, todas excelsas, todas inmortales.

“Los seres que llamamos vampiros existen; alguno de nosotros tiene pruebas de ello. Pero aunque no tuviéramos la evidencia irrefutable de nuestra propia experiencia tan desdichada, las enseñanzas y los testimonios del pasado ofrecen pruebas suficientes para cualquier persona sensata” declama en un pasaje de Drácula el profesor Abraham Van Helsing. Y es cierto. El vampiro es criatura milenaria, abundante en mitología, aunque no es hasta la literatura del XIX cuando su leyenda se transforma en arte y el monstruo eternamente insaciable empieza a tomar forma.


Forma, por cierto, que no siempre fue masculina. Es más, en aquellos primeros poemas y cuentos vampíricos la terrorífica criatura suele ser una mujer, generalmente bella y siempre perversa. Tal es el caso de Vampirismo (1821), del compositor y escritor E. T. A. Hoffmann, considerado el primer relato en prosa de una mujer vampiro, la bella Aurelia, que enamora al conde Hippolit con su encanto y una vida desgraciada necesitada de consuelo. Ya casados, el conde descubre horrorizado que su esposa abandona el lecho cada noche y se reúne en el cementerio con otras mujeres para alimentarse de la carne putrefacta de los cadáveres, razón por la que sospechosamente no prueba bocado en la mesa (“¡Maldito engendro del diablo! ¡Ya sé por qué te repugna la comida civilizada! ¡En las tumbas es donde pastas, mujer endemoniada!”).
Más sutil y misteriosa que las criaturas necrófagas de Hoffmann es La muerta enamorada de Gautier, publicado en 1836. Narra una “singular y terrible” historia de juventud del párroco Romualdo, que comienza el día previo a su ordenación, cuando queda prendado de una hipnótica desconocida, Clarimonda, que trata de seducirlo y alejarlo del sacerdocio. Aunque no lo consigue, al principio, Romualdo vive perseguido por esa obsesión y, finalmente, sin saber si es realidad o ensoñación (nunca llega a averiguarlo), se convierte en su amante. Clarimonda resulta ser una vampira que se sirve de la sangre del párroco para mantenerse viva; pero éste sigue enamorado de ella, hasta que su abad le obliga a contemplar la tumba de su monstruosa amante y , tras rociarla con agua bendita, queda convertida en polvo y el sacerdote logra la paz de su alma. “No miréis nunca a una mujer –concluye su relato- pues, por más casto y prudente que seáis, un solo minuto basta para haceros perder la eternidad”.


El poeta francés Charles Baudelaire dedicó a su vez a una de estas criaturas La metamorfosis del vampiro (1857), uno de sus llamados “poemas inmorales”, que fue censurado en la época. Aquí el amor y la muerte se entremezclan con el deseo más carnal, aunque la mujer vampiro se sirve de su cuerpo y de sus “palabras impregnadas de almizcle” sólo para beber la sangre y la inspiración del poeta, hasta la médula de los huesos. El irlandés Sheridan Le Fanu nos cuenta en su novela Carmilla (1872) la relación de Laura y una joven desconocida que llega accidentalmente a su castillo, Carmilla, y se comporta de modo extraño y misterioso. Se suceden hechos sobrenaturales y terroríficos, seducción, muerte y resurrección, ataques vampíricos y finalmente caza a la criatura, que marcan muchas de las pautas posteriores del género.

Sir Arthur Conan Doyle se acercó al mito desde una perspectiva científica –la razón frente a lo sobrenatural- en El parásito (1894). El escéptico Gilroy se somete a los supuestos poderes psíquicos –hipnotismo, sugestión- de la deforme Helen Penelosa, quien acaba obsesivamente enamorada de él. Despechada, le obliga mentalmente a realizar actos perversos (mantener relaciones con ella, robar un banco, derramar ácido sobre el rostro de su prometida) aunque finalmente Gilroy logra liberarse de ese trance mesmérico, ese poder mental que lo aplasta y atormenta, instante en que la señorita Penelosa muere.
También el prolífico Alejandro Dumas quedó subyugado por los relatos vampíricos, como plasmó en La dama pálida, uno de sus cuentos de terror incluidos en Los mil y un fantasmas, que vieron la luz en 1849. Fantástico y sombrío, ambientado en el corazón de los Cárpatos (otro futuro referente), relata la desventura de la noble polaca Jadwige, secuestrada por dos hermanos herederos de la estirpe de Brankovan, que acaban enamorados de ella y enfrentados entre sí. Uno de ellos muere y, convertido en vampiro, visita cada noche la alcoba de Jadwige para alimentarse de su sangre, dejándola pálida y enferma; al final, vampiro y hermano se baten en duelo y ambos mueren… y con ellos muere también la maldición que había afectado a toda la estirpe durante generaciones, desde que un Brankovan asesinó a un sacerdote.
El escritor ruso Nikolái Gógol recrea magistralmente en su desconocido relato Vi las leyendas populares más espeluznantes de aquellas lejanas tierras, mezclando el horror con los dilemas morales y el más puro costumbrismo. En El Horla (1887), Guy de Maupassant va desgranando día a día la historia de un hombre que enloquece a causa de la invasiva presencia de un doble maligno; paranoia, alucinaciones, demencia (síntomas que él mismo padecía ya en esos años, a causa de la sífilis) y un final nada alentador: después del hombre mortal queda el Horla, el que no muere. “¡No… no, sin duda… no ha muerto… Entonces… tendré que matarme yo…!”

Pero probablemente la influencia que más hondamente marcó la obra de Bram Stoker fue el relato de John William Polidori El vampiro. Médico, secretario y esclavo personal de Lord Byron (lo mismo que Stoker de Henry Irving), Polidori escribió el primer cuento de vampiros de la literatura aquella célebre noche del 15 de junio de 1816 en Villa Diodati, al tiempo que Mary Shelley alumbraba su Frankenstein. Permanentemente humillado y frustrado por Byron, Polidori creó sin embargo el personaje que inspiró inevitablemente a todos los vampiros posteriores: el frío, malvado y seductor Lord Ruthwen (a su vez inspirado levemente en un poema de Lord Byron, El Giaour, y no tan levemente en el propio Byron). Una historia de venganza, dentro y fuera del relato, que acaba en ambos casos trágicamente: con el suicidio de Polidori a los 26 años de edad y la victoria de Ruthwen frente a la inocente Aubrey, cuya sangre “había aplacado la sed de un vampiro”. Trágico final muy diferente al de la novela de Stoker, que concluye con una palabra más esperanzadora: ‘SALVACIÓN’.


Drácula, estrella de cine
· Ya en 1896, un año antes de la publicación de Drácula, el genio George Méliès creó y dirigió una película de vampiros (La mansión del diablo).
· La primera versión cinematográfica de Drácula se realizó en Rusia en 1920.
· En 1922 el alemán F. Murnau dirigió la pionera Nosferatu; la figura siniestra del Conde Orlok (un trasunto de Drácula para evitar pagar derechos) se convirtió en un icono del cine.
· El actor húngaro Béla Lugosi fue uno de los más célebres Dráculas, primero en teatro y luego en cine (1931 y 1936). Su imagen de aristócrata seductor y su elegante capa (con la que fue incinerado) marcarían las pautas de posteriores adaptaciones.  
· El actor que más veces interpretó a Drácula fue Christopher Lee, en los años 60 y 70. Mostró una imagen más violenta del conde, con colmillos y ojos inyectados en sangre.
· En 1992, Francis Ford Coppola dirigió la más fiel (romántica y aterradora) adaptación de la novela de Stoker; Gary Oldman realizó una memorable interpretación del conde.
· Drácula aparte, se han realizado cientos de películas basadas en las leyendas vampíricas. Como en la tradición literaria, también en el cine es una criatura inmortal.


martes, 9 de junio de 2015

Relatos perplejos (IV): Principios


Un hombre está en la orilla del mar. Permanece completamente inmóvil, firme como una roca, perfectamente anclado a la arena por sus poderosas piernas, por sus sólidos principios. Resistiendo el embate constante de las olas, cada vez más grandes, más violentas a cada instante.
Pero el hombre no está del todo convencido de que sus principios sean lo suficientemente sólidos, así que hunde sus piernas en la arena un poco más. Ahora se siente más seguro. Las olas continúan golpeándolo con obstinación, poniendo a prueba la resistencia de sus principios. Y sus principios aguantan, sin apenas inmutarse, la fuerza de las olas y el azote de los vientos; y la subida de la marea, hasta casi cubrir su cuerpo por completo.
El hombre tiene un nuevo atisbo de duda y decide afianzar aún más sus principios, echando raíces bajo la arena; raíces profundas, consistentes, férreas. El hombre se siente ahora invencible, invulnerable. Porque, ahora sí, sus principios lo aguantan todo. Sólidos y seguros como el faro frente la tempestad, firmes como el malecón en su batalla contra las olas.

   Inquebrantables.

   INAMOVIBLES.

Y así transcurre un día y otro y otro. Y el hombre permanece inamovible, afianzado por sus profundos y sólidos principios. Y se siente orgulloso, infinitamente orgulloso por la inquebrantable solidez de sus principios.

Hasta el día en que un violento temporal surge de la nada. La tormenta arrecia y las olas crecen a cada minuto en tamaño y potencia. Súbitamente, en la lejanía, comienza a formarse una ola gigantesca. Dos, tres metros de altura. El hombre la ve acercarse y sabe que no aguantará. Cuatro, cinco metros y cada vez más cerca. El hombre trata de retroceder para salvarse pero no puede moverse ni un milímetro. Sus principios están demasiado hundidos en la arena, sus raíces son demasiado profundas, demasiado firmes, demasiado inamovibles. La ola gigantesca alcanza al hombre y lo golpea con toda su poderosa fuerza. Un muro de seis metros de agua que a esa velocidad se torna sólida como una roca. Sólida como los sólidos principios del hombre.

Cuando la ola gigantesca retrocede al fin, deja a la vista al hombre, que permanece inamovible, exactamente en el mismo sitio, sin haberse movido ni un milímetro; afianzados sus sólidos principios a lo más profundo de la arena, con la misma absurda tenacidad de antes. Sólo que ahora el hombre está muerto. Y sus sólidos principios también.


Si sólo hubiera dado unos pasos atrás… si tan sólo hubiera retrocedido unos metros… tal vez… sólo tal vez… se habría salvado. Pero había demasiados principios que mover, demasiado profundos, demasiado firmes, demasiado inamovibles.