Cada
tiempo tiene la sociedad que le corresponde, y cada sociedad tiene los hijos
que ha engendrado y educado. En estos tiempos decimos, probablemente con razón,
que “los jóvenes de hoy son unos tiranos, contradicen a sus padres, devoran su
comida y faltan al respeto a sus maestros”. Poco originales, porque esta sentencia
nos la dejó Sócrates grabada en piedra hará unos 2.400 años. Solemos decir que
esta generación de hijos que nos ha tocado en suerte es la más errada y errante
de las que hasta ahora han existido, y probablemente también tengamos razón.
Aunque sí hubo generaciones bastante más perdidas que la actual (aquellos
maravillosos 70) y algunas, incluso, que ni siquiera tuvieron infancia (de
Dickens hacia atrás). Sin embargo, todas aquellas comparten un elemento común
del que carecemos ahora, y tal vez sea este el quid de la cuestión: la
autoridad al padre, el respeto al mayor (padre, maestro o señor que pasa por la
calle) y la capacidad de discernir entre lo que está bien y lo que está mal.
Todos
fuimos buenos y malos hijos, algunos más de lo uno que de lo otro. Todos
cometimos grandes y pequeños errores; de algunos aprendimos, de otros aún no.
Todos hicimos burradas, y fuimos irresponsables de alta graduación, y caminamos
por el filo de la navaja en más de una ocasión. Algunos incluso se cortaron.
Otros se partieron en dos. Fuimos la generación de los 80, de aquellos benditos
y malditos 80, de la bendita libertad y el maldito lado salvaje, que nos pilló
a todos, padres e hijos, literalmente en pelotas. Tal vez todos tengamos
vivencias inconfesables, aún hoy, pero contábamos con una ventaja: la mayoría
sabíamos dónde estábamos y, en consecuencia, sabíamos adónde teníamos que
volver. Sencillamente, sabíamos distinguir lo que estaba bien de lo que estaba
mal.
Chesterton,
en su habitual sabiduría sin complejos, afirmaba que todos los educadores han
de ser absolutamente dogmáticos y autoritarios; “no puede existir la educación
libre, porque si dejáis a un niño libre no le educaréis”. Y tenía razón, claro.
Los que fuimos hijos ‘difíciles’ y ahora somos padres, lo sabemos; entendemos
lo que cuesta; comprendemos la impotencia de nuestros mayores, y agradecemos
que no se rindieran nunca. Hoy, los padres no es que se rindan, es que ni
siquiera han optado por luchar. No queremos repetir los errores de nuestros ‘autoritarios’
padres y nos volvemos ‘comprensivos’ y ‘tolerantes’. Colegas, decimos.
Inseguros, lo que somos. Movidos por lo políticamente correcto, pasamos de un
extremo a otro, de ser regañados por nuestros padres a ser regañados por
nuestros hijos; de crecer bajo la autoridad de nuestros padres, a vivir bajo la
tiranía de nuestros hijos; del profundo respeto a nuestros padres a la absoluta
falta de respeto de nuestros hijos. Se ha invertido la jerarquía, y ahora son
los padres los que tienen que ganarse el respeto de los hijos. Mal camino. La
sociedad de hoy reclama padres permisivos y débiles, y lo que engendran son
hijos irrespetuosos y villanos, en casa y fuera de casa.
Pero
no todo es culpa de los padres (y de los hijos). Puestos a repartir culpas y responsabilidades,
hablemos también de los padres de la patria. Ante el presente desmadre de
corruptos sin fronteras ¿cómo van los tiernos infantes a pensar que eso de
robar está mal? Y si un violador de trece años o un asesino de quince reciben
como castigo un par de cachetes y quedan limpios de polvo, paja y antecedentes,
¿por qué no van a repetir la juerga cuatro amiguetes de primero de la ESO? Es
lo que tiene la ejemplaridad, que igual sirve para iluminar que para quemar,
como la antorcha de la Estatua de la Libertad. Si presidentes, concejales,
empresarios, contables, sindicalistas, artistas, policías o realezas roban
–presuntamente, eso sí- a espuertas sin pagar ni un poquito de culpa,
¿qué ejemplo estamos dando a nuestros hijos? Si los programas de mayor
audiencia están cubiertos de
mugre, puñaladas, falsedades, sexo barato, chabacanería y compra-venta de
sentimientos ¿qué mensajes les estamos enviando a nuestros hijos? Si en el
colegio se les permite insultar, golpear y vejar a sus profesores; y en la
calle insultar, golpear y vejar a la policía o al inmigrante o al mendigo o la anciana… ¿qué
les estamos transmitiendo a nuestros hijos? “Dar ejemplo no es la principal
forma de influir en los demás; es el único modo”, dijo Einstein. ¿Qué ejemplo
estamos dando a nuestros hijos?
Y si, además, un cachete o un leve castigo están penados con la cárcel e
incluso con la pérdida de la custodia de un vástago rebelde ¿qué nos queda para
educar a nuestros hijos? Hay un punto medio entre la represión y el despropósito, entre el
autoritarismo feroz y la cobarde permisividad. Y no necesariamente más cerca de
ésta. No olvidemos que los hijos necesitan percibir que estamos a la cabeza de
sus vidas para ayudarlos, sujetarlos, apoyarlos, guiarlos. No como colegas,
sino como padres. No de igual a igual, sino de padre a hijo. Con mucho amor,
pero con firmeza. Con toda la comprensión, pero con exigencia. Y con mutuo
respeto. La paternidad, como el superpoder en Spiderman, implica una gran
responsabilidad; la mayor de todas. Seamos, pues, responsables. Sólo así
evitaremos que nuestros hijos se ahoguen en un exceso de permisividad, se
pierdan en un camino sin límites, sin indicaciones, sin destino.
El
escritor John Ruskin lo expresó mucho mejor, hace siglo y pico: “Educar a un
niño no es hacerle aprender algo que no sabía, sino hacer de él alguien que no
existía”.
Pues
eso, feliz día del padre.
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