martes, 18 de junio de 2013

Un tsunami emocional en la Feria del Libro


Lo bueno de escribir un libro y que ese libro guste y se venda y se comparta y se regale, es que la editorial te da la oportunidad de ver la Feria del Libro desde un punto de vista (para mí) inédito hasta hace sólo un par de semanas: formando parte del escaparate. Es una experiencia curiosa permanecer sentado, esperando, observando, viendo pasar ante tus ojos expectantes a cientos de anónimos lectores que pasean su curiosidad de caseta en caseta, de famoso en famoso, con su bolsa oficial portando quizá un ejemplar o dos (aunque dicen que este año han subido las ventas ¡casi un 10%!), a la caza de firmas más interesantes que las de este escritor en ciernes y su socio fotógrafo. Un par de novatos con el boli presto y la mirada suplicante —acechante— ante cualquier potencial comprador que se acerque a la caseta 153 y realice el más mínimo amago de ojear tu libro y de desear, quizá, que lo inmortalices con tu ensayada dedicatoria: “Para Pilar, con afecto. Espero que estas historias te inspiren y te ayuden en los buenos momentos y en los más difíciles. Un abrazo. Pepe.”
 
Lo sorprendente es que las peticiones llegan. Con cuentagotas, pero llegan. Y te llenan. Un extraño gozo recorre tu médula de arriba abajo cuando, después de firmar tu primer ejemplar a una señora de lo más amable y agradecida —que lo quiere dedicar a su hija que está pasando por un momento delicado; ella y el marido están sin trabajo, ya sabes; y con dos niños pequeños…—, eres plenamente consciente del hecho en sí: ¡he firmado mi primer ejemplar en la Feria del Libro! El sacrosanto Olimpo donde firman todos esos dioses inalcanzables que venden libros por millardos, han escrito no sé cuántos best sellers o han ganado yo qué sé cuántos premios importantísimos. Y te sientes a un tiempo enano y gigante. Y te hinchas como un palomo del Retiro, que serán, con toda probabilidad, los más chulos de Madrid.

Pero acto seguido rebobinas. Y piensas en lo verdaderamente importante del hecho en sí. Piensas en esa señora, probablemente viuda, con una mísera pensión que ahora tendrá que estirar lo imposible para poder ayudar a su hija y a su yerno y a sus dos nietos, que lo estarán pasando dramáticamente mal. Y piensas que, en circunstancias tan terribles, ese libro, tu libro, va a llevar un soplo de esperanza, de optimismo, de coraje, de empatía, de superación a esa pobre familia, a través de las historias inspiradoras de Irene Villa, Nando Parrado, Pablo Pineda, Miriam Fernández, Marimar García, Albert Espinosa, Jaume Sanllorente, Rafa Nadal y los demás protagonistas de Lo Que De Verdad Importa. El libro.



El goteo de firmas continúa durante un par de horas. Amigos, familiares, desconocidos. Y se llevan un libro, dos, tres, cada uno dedicado a una persona cercana, supones; cada uno dedicado a una persona que tal vez lo necesite, o a la que simplemente le venga bien un poco de lectura edificante; alguien a quien quieren, eso seguro. Y piensas en lo acertado de la frase promocional que destella su amarillo huevo sobre el corazón blanquiazul de la portada: “Regala este libro a alguien que de verdad te importe”. Y eso lo resume todo.

Y vuelves una semana después, último domingo de Feria. Y la emoción palpitante del primer día se desboca ya de forma incontrolable. Porque ese día no sólo acudes a firmar, a observar y ser observado —o ignorado— desde el escaparate de la caseta 153. Ese día acudes a la Feria del Libro, al Olimpo de los dioses literarios, a presentar tu obra (ver resumen de la presentación) En el pabellón principal. Con público. Lleno total. Y piensas: “¡Bien, Pepe, aquí estamos; disfruta el momento porque es difícil —¿imposible?— que esto se vuelva a repetir.” Y disfrutas, ¡vaya si disfrutas! Pero no por estar ahí, sobre tan insigne estrado, ante un público previamente rendido —y algún curioso que no opone resistencia—, soltando el speach preparado, interiorizado y sentido de corazón. No. Disfrutas como un enano porque estás rodeado de gente a la que admiras profundamente: María Franco, directora general de la Fundación LQDVI y una inagotable fuerza de la naturaleza (humana); Pilar Cánovas, su inseparable cómplice de tantas hermosas batallas; Dani Losada, mi cómplice en esta historia, un tipo que logra retratar el alma de la gente a la que fotografía, aunque se encuentre de espaldas; Pablo Pineda, una montaña rusa emocional que te hace reír y llorar intensamente en el mismo minuto, un ejemplo de coraje, tesón y de sentido del humor como pocos; Miriam Fernández, guapísima, artistaza, gran comunicadora y permanente transmisora de sonrisas; Marimar García, siempre ahí, al pie del cañón, presta para lo que sea, aunque tenga el cuerpo paralizado de cuello para abajo; Fabiola, mujer de Bertín Osborne, madre coraje de Kike y alma generosa de las que da sin medir lo que da. Todos ellos protagonistas de las historias —vividas, reales— que se relatan en Lo Que De Verdad Importa.
 
Y culminando la mañana, camuflados entre el público, dos espectadores sorpresa, protagonistas reales de una de las historias más estremecedoras y conmovedoras que se han llevado al cine en los últimos años: María Belón y su marido Quique Álvarez, milagrosos supervivientes del tsunami que arrasó Tailandia en 2004 y para los que no existe “lo imposible”. Como tampoco para Jacobo Parages, protagonista de otra hazaña marítima con doble buena causa, que tampoco faltó a la cita (y del que escribiré largamente la semana que viene).

Una mañana mágica, inolvidable, y probablemente irrepetible. Y uno, al regresar a casa después del subidón emocional (y tras la frenética firma de libros a cuatro manos: Miriam, Pablo, Dani y yo), recostado en su vieja mecedora de lectura, a sólo un pasito del sueño sestero, piensa: “¡Qué suerte tienes, Pepe, qué suerte tienes! Desde que escribiste este libro no has parado de conocer gente buena.”  Y sí, eso es, al fin y al cabo, lo que de verdad importa.

viernes, 14 de junio de 2013

Aún tenemos remedio (cuando algo así conmueve a millones de personas).


Sucede a veces, en este mundo insensible y globalizado, que llega de pronto un nuevo fenómeno a través de Internet capaz de conmover a millones de personas de todo el mundo con una simple canción, o con una triste historia. El último protagonista de esta emoción global que ha llegado a mis lacrimales lo es por partida doble, pues tiene la canción y la historia, ambas igualmente conmovedoras. Su nombre es Sung-bon.




Sung-bon Choi es un chico corriente con apariencia corriente. Viste una sencilla camisa de cuadros y unos vaqueros cuando entra, cabizbajo, en el escenario del concurso televisivo Koreans Got Talent, arrastrando cada paso hasta llegar al micrófono. Sin mostrar expresión alguna en el rostro –ni nerviosismo, ni miedo escénico, ni alegría, ni tristeza, ni presión. Nada- saluda a los tres miembros del jurado inclinando la cabeza y cuenta su historia: “Tengo 22 años. He vivido en circunstancias muy difíciles –primer atisbo de emoción: se frota las manos, incómodo-. Cuando tenía tres años fui abandonado por mis padres en un orfanato y al cumplir cinco me escapé, para huir de los golpes y los malos tratos; durante diez años viví en la calle, solo, vendiendo chicles y bebidas energéticas. Dormía en las escaleras del metro, en los baños públicos. No fui al colegio, aprendí a leer por mi cuenta; el instituto fue mi primera escuela…”
     En los rostros del público, y en los del habitualmente cínico jurado, comienzan a asomar leves signos de emoción –un dedo que seca con disimulo el ojo humedecido, párpados que no osan pestañear, cierto tembleque en los labios-. Sung-bon prosigue su historia, su cara y su voz igualmente inexpresivas: “una noche, cuando estaba vendiendo chicles en un night club vi a una cantante en el escenario y quedé fascinado con su voz, con la sinceridad en su forma de cantar. Desde ese momento, yo también empecé a cantar.” No canta bien, dice, pero cuando lo hace siente como si fuera otra persona. Y disfruta, porque cantar es lo primero –lo único- que le ha gustado hacer durante sus 22 años de vida. No ha dado clases de canto, claro, simplemente escuchaba cantar y practicaba por su cuenta.
     Se apagan las luces, público y jurado permanecen atentos, expectantes. Se escuchan los primeros acordes de Nella Fantasia, el piano, los violines… y una perfecta voz de tenor, inimaginable en su rostro de niño, bellísima, potente y modulada, entona los versos escritos por Chiara Ferraù y musicados por el genio Morricone: “Nella fantasia io vedo un mondo giusto…” (“en mi fantasía veo un mundo justo / todo el mundo vive en paz y honestidad / Sueño con almas que son siempre libres / como nubes que vuelan”). El público ya no disimula y llora abiertamente, se pone en pie, aplaude, ovaciona al tímido Sung-bon; el solemne jurado se conmueve hasta el punto de no poder apenas emitir su veredicto: la emoción no deja salir las palabras “En estos momentos sólo deseo abrazarte”. No puede decir nada más.

Finalmente, Sung-bon pasa la prueba, y a la siguiente ronda del concurso. Se despide inclinando la cabeza, humilde y agradecido, y se retira del escenario. En el backstage, por fin, él también se deja llevar por la emoción. Sonríe, se relaja. Se abraza a los presentadores del programa (No tiene familia a quien abrazarse; no tiene amigos que lo hayan acompañado en el que, con seguridad, es el día más importante de su vida… hasta ahora). “Has hecho un buen trabajo, Sung-bon, estamos muy orgullosos de ti. Sigue con ello, lucha por tus sueños”. En espera de la siguiente ronda, se retira por el largo pasillo del estudio de televisión, caminando despacio. Solo. Aunque ahora menos: 50 millones de coreanos ya se han convertido en sus incondicionales fans, en rendidos admiradores de su pasión, de su voz y de su tesón. Y unos millones más, de todo el mundo, se han conmovido también con su actuación y con su historia a través de internet. Es sólo el principio de su fantasía.

 
Las coincidencias entre el joven coreano Sung-bon y el británico Paul Potts van más allá de haber interpretado Nella Fantasia y haber vivido su propia fantasía musical tras triunfar en un programa de televisión después de una vida de penurias. Es, sobre todo, su capacidad de conmover a través de la música. En el caso de Paul Potts, un tímido vendedor de móviles de enfermiza inseguridad, sonrisa imperfecta y mirada miope, el fenómeno sorprendente-emocional tuvo lugar en 2007, en el concurso Britains Got Talent. Después de cuarenta años soportando humillaciones y maltratos por su aspecto y por su pobreza, después de varios accidentes graves y largas enfermedades, después de tantas oportunidades negadas a su talento para triunfar justamente, el día que salió al escenario ante dos mil espectadores escépticos y un jurado directamente burlón, toda su vida pasada y trágica se borró en un instante.

En el momento en que su voz perfecta comenzó a cantar el primer verso del Nessum Dorma de Puccini, “Que nadie duerma…”, no sólo nadie se durmió, sino que, puesto en pie, el público en pleno ovacionó atronadoramente al tímido Potts, que continuaba impertérrito su impactante y sorprendente actuación. Cuando llegó al agudo final, “¡Al alba venceré!...”, público y jurado estaban ya absolutamente vencidos, estremecidos y conmocionados por ese huracán de voz con apariencia de soplo insignificante. “Toda mi vida me sentí insignificante, pero después de esa primera actuación percibí que soy alguien: ¡soy Paul Potts!” Hoy, ese vídeo es uno de los más vistos en la historia de Internet, millones de visitas de millones de personas que se siguen emocionando –y algunas directamente lagrimeando- al escuchar a ese tipo corriente de talento extraordinario al que, no sabes por qué, sólo de verle quieres desearle que todo le salga bien (y le va bien, ya ha vendido millones de discos).




La archiconocida historia de la Susan Boyle, la otra sorprendente triunfadora en el programa Britains Got Talent, en 2009, transcurre curiosamente al revés. Tras 48 años de vida tranquila y feliz, después de arrollar con su interpretación de I Dreamed a Dream (Les Miserables), su sueño cumplido se convirtió en pesadilla y el éxito inesperado acabó llevándola a un centro psiquiátrico por agotamiento y cansancio emocional. Parece que siguiera la letra de su propia canción: “Yo tenía un sueño donde mi vida sería muy diferente a este infierno donde vivo… ahora la vida ha matado el sueño que soñé”. Afortunadamente, el sueño ha vuelto a ser un sueño y la carrera de Susan Boyle un éxito que la ha llevado incluso a batir varios records en ventas, con debuts espectaculares, números uno en EE.UU. y Gran Bretaña y cifras que han superado a las mismísimas Lady Gaga y Beyoncé (cosa que es de celebrar por partida doble).

 
Y uno piensa, mientras seca disimuladamente su humedecida mejilla, que si la belleza es capaz de conmover con tanta intensidad a tanta gente en todo el mundo, es posible que aún tengamos remedio...