jueves, 26 de abril de 2012

El alma viva. Síndrome del cautiverio y felicidad.

Están encerrados en su propio cuerpo, totalmente paralizado por una cruel enfermedad, pero con su cerebro intacto. No pueden moverse, ni hablar, ni alimentarse, ni realizar sus necesidades básicas sin ayuda; no pueden siquiera sonreír. Viven dentro de un cuerpo muerto, y sin embargo aún tienen ganas de vivir. Sufren un verdadero infierno cada minuto de cada día, y sin embargo no se sienten desgraciados. Muchos, incluso, aseguran ser felices.

Padecer el llamado Síndrome del Cautiverio no es, a priori, una buena razón para sentirse feliz. Como no lo es, desde luego, padecer ninguna enfermedad grave. Los enfermos de este trastorno neurológico viven con un cuerpo completamente paralizado, sin posibilidad de relacionarse ni comunicarse con los demás (salvo, algunos, con un leve movimiento de los párpados), pero con todas sus funciones mentales intactas, es decir, plenamente conscientes de su cruel condición: ser prisioneros de su propio cuerpo. Sin embargo, y pese a lo que podría pensarse echando mano del sentido común, esta vida que les ha tocado vivir (dicho con plena intención) no les hace necesariamente desdichados. Y aún más, la mayoría de ellos afirma ser feliz.

Esta es la conclusión de un reciente estudio realizado por un equipo de las universidades de Lieja y Bruselas, tras interrogar a 168 ‘cautivos’, miembros de la Asociación Francesa del Síndrome del Cautiverio. A todos se les preguntó, por medio de una encuesta adaptada a sus limitaciones, acerca de su historial médico, su estado emocional, su vida cotidiana e incluso su opinión sobre el final de la vida, el suicidio y la eutanasia. Las conclusiones finales del estudio resultaron verdaderamente sorprendentes:
     El 72% declaró ser feliz; y lo que es más, la mitad de ellos querría ser reanimado en caso de sufrir un paro cardiaco. Algunos, por supuesto, reconocieron su infelicidad, su permanente depresión y haber pensado a menudo en el suicidio; aunque el porcentaje no llegaba a un tercio de los encuestados. La gran mayoría (un aplastante 82%) también estaba satisfecha con sus relaciones personales, a pesar de sus extremas limitaciones. Es cierto que las personas sanas no podemos ni imaginar cómo debe ser vivir en esas condiciones, pero tampoco es fácil entender en qué modos pueden encontrar la felicidad estos pacientes. Tal vez una de las claves esté en que dos terceras partes de ellos vivían en sus casas, cuidados por su pareja o algún familiar (verdaderos ángeles de la guarda que, por cierto, merecerían un artículo dedicado en exclusiva). O quizás esté en lo que entendía Locke por felicidad humana, una disposición de la mente y no una condición de las circunstancias.

Obviamente, el grado de aceptación de la enfermedad influye de manera determinante en el grado de felicidad o depresión. Según el profesor Steven Laureys, coordinador del estudio, el síndrome requiere al menos un año de adaptación y son la ansiedad y la frustración de no recuperar siquiera el habla los motivos más frecuentes de infelicidad. Poco a poco las prioridades van cambiando, y cada cual debe reordenar sus valores y necesidades. Lo que ayer era vital (una reunión, una competición deportiva, un negocio o un coche nuevo) hoy se torna inútil, insustancial; ahora, lo que de verdad importa es una sonrisa, una caricia o una pizarra con el abecedario para comunicarse a base de parpadeos. O con la que escribir un libro entero, letra a letra, guiño a guiño.
     Tal fue el caso de Jean-Dominique Bauby, redactor jefe de la revista Elle, prototipo de triunfador, seductor y auténtico ‘bon vivant’, cuya pasión por la vida y por los descapotables se vio repentinamente parada en seco cuando en 1995 el síndrome se cruzó en su camino, en forma de embolia masiva; aunque ello no le impidió escribir un libro desde su particular abismo: “La escafandra y la mariposa” (que fue adaptado al cine por Julian Schnabel y llegó a triunfar en Cannes). Con su único ojo ‘vivo’, Bauby tardó dos años en dictar sus memorias parpadeo a parpadeo (un guiño cada vez que llegaba a la letra elegida al serle recitado el abecedario), como un interminable gota a gota de voluntad, determinación y paciencia infinita. Su conmovedor y sobrecogedor relato nos adentra en las profundidades de su sufrimiento, donde únicamente su imaginación y su memoria (la mariposa) le permiten huir, escaparse de su opresora escafandra (el cuerpo inerte). Una auténtica lección de vida que vio la luz sólo dos semanas antes de la muerte de su autor y protagonista.

También el español José Carlos Carballo, “Charlie”, es una lección de valentía y determinación. Dos meses y medio después de casarse, y con sólo 32 años, un infarto cerebral le paralizó el cuerpo por completo; pero no la mente, ni la conciencia, ni la voluntad, ni la memoria, ni los sentimientos, ni los deseos. Y uniendo todos ellos logró, con el leve movimiento de su dedo índice derecho y sus parpadeos, escribir un libro, “Síndrome del Cautiverio en zapatillas”, en el que relata sus experiencias y emociones, sus sentimientos y su nueva vida ‘cautiva’. Gracias al apoyo incondicional de su mujer, Puri (su sostén emocional e intelectual), en 2004 logró finalizar y publicar su obra (“me hace sentirme útil, ya que recibo muchos emails buscando consejos o ayuda”) y recargar fuerzas para emprender nuevos proyectos: crear una Asociación de Amigos del Síndrome del Cautiverio, escribir un nuevo libro, viajar, volver a votar (hace un año recuperó su capacidad jurídica) o cumplir su sueño de ser piloto del Ejército del Aire, al menos por un día.

Charlie, como Bauby o como los pacientes del estudio, o como Eric Ramsey (que está reaprendiendo a hablar gracias a un revolucionario sistema de electrodos que ‘leen’ su mente), y como tantos otros ‘cautivos’ que no se rinden a su particular tragedia, son una permanente lección de vida, de esperanza y de valentía. En un mundo que aboga por la eutanasia cada vez con menos disimulo y en el que la valía se mide por el éxito profesional, social o deportivo, ellos nos recuerdan que hay otros valores, otras luchas y otros caminos para alcanzar, incluso, la felicidad. Y que, aunque sus cuerpos estén inertes, “el alma tiene ilusiones, como el pájaro alas; eso es lo que la sostiene”, como nos enseñó Víctor Hugo. Y ellos, el alma, la mantienen bastante viva.  

lunes, 9 de abril de 2012

La muerte del egoísmo


Lo escribió Michael O’Brian en La Última Escapada: “El precio que hay que pagar por una familia feliz es la muerte del egoísmo”. Loli, Toni y sus seis hijos no es que hayan matado el egoísmo, lo han pulverizado. Directamente. Ésa es la única razón (si es que la razón tiene algo que ver con esto) que explica su felicidad fuera de lo común.

Porque la familia García Garrido es, para empezar, una familia fuera de lo común, aunque ellos no se ven distintos de otros matrimonios con familia numerosa. El caso es que de los seis hijos de Loli y Toni, tres han nacido con, digamos, problemas. La mayor, Marimar (célebre por su documental Mar Afuera), padece desde los 6 años una enfermedad degenerativa sin diagnóstico, que ha ido paralizando su cuerpo progresivamente, año tras año, músculo a músculo, hasta que hoy, a sus 25 años, sólo puede mover los músculos del cuello y de la cara. Una circunstancia que, como ella misma dice, “no me quita las ganas de vivir”. La prueba es que acude todos los días a la Facultad, donde estudia Periodismo (su ilusión, o su meta, es dirigir un periódico), viaja a menudo, se divierte con su cuantioso grupo de amigos y participa en multitud de conferencias y charlas (es ponente habitual del Congreso para Jóvenes con Valores organizado por la fundación Lo Que De Verdad Importa).

A Marimar la siguen Isabel, de 24, que estudia Psicología, la rama de Criminología (influencias de CSI, supone su madre); Miguel Ángel, con 23 años y síndrome de Down, y que es el ángel de la casa; Rocío, de 19 años, que este año se examina de selectividad; José Luis, de 17 años, apasionado deportista; y Pablo, 10 años, que padece acondroplasia (el tipo más frecuente de enanismo, para entendernos), enfermedad que impide el crecimiento normal de los huesos, pero que a Pablo no le impide nada más, ni ser el crack de la clase al fútbol ni jugar a baloncesto como un campeón (cuenta su madre cómo se pasó 3 semanas tirando a canasta sin encestar, día tras día, con una fuerza de voluntad invulnerable, hasta que metió la primera; y de ahí, a no fallar ni una. Un verdadero luchador).

“Le puede pasar a todo el mundo”, dice Loli, “No es una situación tan excepcional; lo importante es tener una visión real de las cosas, afrontarlas de cara”. Sobre todo cuando en esa cara hay siempre una sonrisa. Loli y Toni lo tienen claro, una familia numerosa es más fácil de educar: sale el instinto de supervivencia de cada uno; los hijos se hacen más autónomos antes, se ayudan entre ellos, son más generosos… es una auténtica “Escuela de Virtudes”. Por supuesto que hay problemas, y días malos, y momentos de bajón, y ganas de tirar la toalla, a veces; pero esa sensación apenas dura unos instantes. Para los niños, el hecho de tener un hermano con problemas es una experiencia de vida única, una lección magistral que les enseña a convivir con ello, lo ven como algo natural. “Mis hijos han salido beneficiados”, dice su madre, con un brillo de orgullo en la mirada, “y nosotros también. Yo he aprendido de todos mis hijos, especialmente de Miguel Ángel.” Cuenta cómo un día, todos reunidos en la cocina, charlaban sobre el mejor amigo de cada uno. Cuando llegó el turno de Miguel Ángel, éste exclamó “¡Vosotros todos unos locos! El mejor amigo es Jesús”; intentaron convencerlo de que se referían a otro tipo de amigo, al que más quieres, con el que más juegas y hablas… Y él, muy serio, zanjó: “El mejor amigo es el que más te quiere”. Punto. Esa profundidad, esa intuición, esa capacidad de comprensión de Miguel Ángel le confirmó a Toni y Loli dos cosas: que Dios les está ayudando cada día y que en esta casa nunca hay que dar nada por sentado.

Otra de las lecciones diarias es que el sufrimiento es una escuela, en la que hay mucho que aprender. Tú decides si quieres o no; si aprendes superas la prueba, si no, suspendes. Al final, “todo está en la escala de valores que tú tengas”. Pero no es sólo una cuestión de sufrimiento, también de voluntad, y de esfuerzo, y de ganas de vivir. “Toni es un luchador, siempre mira hacia delante, desde el minuto uno; y nuestros hijos han salido a él”. Por ejemplo: cuando Marimar fue a examinarse de Selectividad, le negaron la adaptación curricular y la obligaron a realizar el examen con todos los demás alumnos, en la misma aula y con el mismo tiempo, no querían “favoritismos” (ella, claro, no podía ni siquiera usar el bolígrafo). Se tiró llorando de jueves a domingo, hasta que dijo “¡Basta! Se van a enterar de quién soy yo”. Y se enteraron: después de tres días de examen oral, incluyendo matemáticas (¡toma “favoritismo”!), aprobó con nota. Decía El Principito que la peor barrera es la que tenemos nosotros en nuestra cabeza. Por eso Marimar nunca se ha quejado, no ha perdido la alegría, y ni siquiera ha necesitado un psicólogo. Aunque suene excesivo decirlo, es feliz con su enfermedad. Se siente muy útil hacia los demás, por poder demostrar que es capaz de hacer muchas cosas y ser una persona “normal”, como ya hizo en el famoso documental Mar afuera, que fue una respuesta rebosante de vida y optimismo al pesimismo oscuro de Mar adentro, la película de Amenábar.

En esta sociedad egoísta, hipócrita y cobarde, Loli, Toni, Marimar y sus hermanos nos abren bien los ojos, nos apartan la mirada de nuestros ombligos y nos dan una lección de fe y de coraje, de amor y generosidad sin medida, sin condiciones. Tal vez sea éste el secreto de su felicidad.