lunes, 6 de julio de 2020

La cerveza que inventó la cerveza





















El 4 de octubre de 1842, la pequeña ciudad bohemia de Plzen (pronúnciese Pilsen) pasó a la historia gracias a uno de los más importantes descubrimientos de todos los tiempos. Un hallazgo que ha alegrado, a lo largo de 170 años, los corazones y las mentes a millones de personas en todo el mundo, generación tras generación; un invento que transformó la manera de entender el ocio, la amistad, las celebraciones y la vida en general; una revolución luminosa, cosquilleante y embriagadora que escapó de los tiempos oscuros e inauguró una era dorada: la cerveza rubia.


Ese día de otoño, frío y desapacible como todos los días de otoño en la región checa de Bohemia, fue sin embargo uno de los días más felices y cálidos para los habitantes de Plzen reunidos en el mercado de St. Martin. Una felicidad que comenzó a gestarse un año antes y que nació de una amargura acumulada durante siglos. En efecto, hasta ese momento la cerveza que se elaboraba en Plzen, como en el resto del globo, era un brebaje amargo, turbio y desagradable. Cumplía su función, sí, pero no era precisamente un placer gastronómico, al menos para los exigentes paladares de los habitantes de Plzen. No en vano el reino de Bohemia se había caracterizado por ser el cruce de caminos cosmopolita de Europa desde el medievo, imán de artistas, sabios e inventores y cuyos habitantes vivían al margen de las reglas de la época, practicando una forma de pensar y hacer diferente, alternativa, y desde luego adelantada a su tiempo (Kepler, Sudek, Mucha o Kafka son nítidos ejemplos de ello).

Ese inconformismo, ese rechazo a lo establecido, a lo convencional fue lo que llevó a los habitantes de Plzen a una revuelta popular para exigir una nueva cerveza. Pero no nos adelantemos aún. La tradición cervecera de Plzen se remonta al mismo año de su nacimiento, 1295, cuando su fundador, el rey Wenceslao II, concedió a la ciudad la potestad de elaborar cerveza. Sin embargo, los estándares de control de calidad no eran precisamente severos: el test consistía en empapar un banco con cerveza, sentarse durante unos minutos y levantarse de nuevo; si el banco quedaba pegado a sus pantalones de cuero, la cerveza era suficientemente buena para ser consumida. Y aunque en 1588 fue un bohemio, Tadeus Hayek, quien primero escribió un libro sobre el arte cervecero y otro checo, Frantisek Poupe, fue pionero en usar el termómetro y otros artilugios para perfeccionar el proceso, los progresos no era excesivamente prometedores.


Plzen no era una excepción a esta regla. Se llegó incluso a castigar a más de un fabricante por la paupérrima calidad de su cerveza; la pena, derramar el producto en plena plaza mayor, para escarnio y vergüenza ante sus sufridos consumidores. En 1838 el asunto se hacía ya insostenible y un grupo de furiosos ciudadanos derramaron más de 36 barriles de brebaje fangoso por las alcantarillas de Plzen. Espoleados por esta acción, el resto de ciudadanos protagonizaron una pacífica pero amenazadora rebelión para exigir a las autoridades una cerveza de calidad más consistente. Convencidos por sus argumentos, su primera decisión fue contratar a un joven arquitecto, Martin Stelzer, que diseñó y construyó la mejor y más moderna fábrica de cerveza de la época, a orillas del río Radbuza. 

Pero la verdadera clave de esta revolución que empezaba a pergeñarse, fue la elección de un joven bávaro llamado Josef Groll, llamado a ser el maestro cervecero que cambiaría para siempre la forma de elaborar la cerveza.
Groll sabía que durante miles de años (desde los sumerios) la cerveza se había elaborado en tanques abiertos, a temperaturas elevadas y por el sistema de alta fermentación, lo que podía deteriorar la calidad de la cerveza, especialmente en los meses de verano. Groll ya había experimentado métodos alternativos con éxito en su Bavaria natal y éste fue el secreto que se llevó a Plzen en 1841. Las autoridades le dieron un año de plazo para elaborar un nuevo tipo de cerveza en la nueva fábrica de Stelzer. Ayudado por los magníficos ingredientes naturales de la zona (cebada de Bohemia, lúpulo de Saaz, agua blanda del Radbuza…), ciertas temerarias innovaciones (calderas de cobre, triple destilación) y su método revolucionario (fermentación en la parte baja de los tanques y a temperaturas entre 6º y 10º) el visionario maestro cervecero Josef Groll logró crear una cerveza radicalmente diferente de las que se habían elaborado durante 6.000 años, y que pronto se convirtió en un referente mundial (hoy, el 80% de las cervezas son de baja fermentación). Un placer de luminoso color dorado, sabor suave y ligero, compacta espuma y delicioso sabor. Lo que hoy conocemos como cerveza estilo pilsen o pilsener (nacida en Plzen), también denominada lager o, entre nosotros, rubia.


El 4 de octubre de 1842 se abrieron los primeros barriles en el mercado de St. Martin, ante cientos de expectantes ciudadanos. Lo que se reveló ante ellos fue casi un milagro, una sensación indescriptible. Después de años soportando brebajes de turbio y desagradable sabor, sus paladares sintieron el suave frescor de una cerveza rubia, exactamente tal y como la conocemos ahora (en la fábrica de Plzen se sigue elaborando esa misma cerveza, Pilsner Urquell, con el mismo proceso e idénticos ingredientes que en 1842). Por primera vez en la historia la cerveza no se bebía, ¡se saboreaba! Un cronista de la época lo relató así: “¡Qué admiración se percibió cuando el color dorado destelló y la espuma blanca como la nieve se elevó sobre él; cómo se regocijaron los bebedores al descubrir el chispeante y extraordinario sabor, inédito entre las cervezas hasta ese instante!” Una sensación que, desde ese mágico instante, hemos podido experimentar millones de amantes de la cerveza en todo el mundo. 

¡Gracias a Groll!



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